Una fila de colegiales se forma en la puerta de la unidad educativa Boliviano Japonés del municipio de Palcoco, en el área rural del departamento de La Paz, Bolivia. Guardan distancia unos de otros y todos llevan barbijo; desde el primer día de clases, la mascarilla se ha convertido en un accesorio de uso obligatorio, casi como parte del uniforme.
La campana ya suena llamando a clases, pero el ingreso de los estudiantes es paulatino porque antes deben pasar por un control para la toma de temperatura y la desinfección de su vestimenta, con un equipo de fumigación adaptado para ese fin.
Una vez dentro del aula, cada uno ocupa un pupitre; como medida de prevención sanitaria ya no se sientan en pareja. La asistencia a clases es día por medio, divididos en dos grupos, y el refuerzo se hace en casa con las tareas. En 2020, la pandemia de COVID-19 causó un enorme perjuicio en su formación académica, pues desde que el Gobierno debió suspender las actividades escolares no volvieron al colegio y en más de ocho meses no recibieron ni una clase a distancia.
Para la gestión lectiva 2021, las autoridades distritales de educación, en consenso con el alcalde de Palcoco, la junta de padres de familia y los maestros, determinaron que las actividades se desarrollen en la modalidad semipresencial, con reducción del horario escolar.
Los periodos son más cortos y hasta el recreo dura menos tiempo, solo 10 minutos, pero eso no impide que niños, niñas y adolescentes jueguen a la pelota o correteen por el patio con mucha energía cada segundo del receso. Antes de regresar a la sala, uno de los alumnos es designado para echar el agua de un balde en las manos enjabonadas de sus compañeros; la idea es que tomen conciencia de la importancia del lavado de manos.
Palcoco está ubicado a 55 kilómetros de La Paz, la sede de Gobierno de Bolivia. Un viaje de cerca de dos horas en vehículo permite llegar a este territorio del altiplano paceño, cuyos habitantes se dedican al comercio en la zona más poblada y a la agropecuaria, en especial a la cría de ganado camélido, en áreas de pastoreo.
Preocupados por la educación de sus hijos y el rezago que genera la pandemia, este año, padres y madres se organizaron para apoyar y garantizar el cumplimiento de las medidas de bioseguridad en la unidad educativa a cambio de que los maestros retomen sus actividades, cuenta don Erasmo Quiñones, padre de familia.
Como en la mayoría de los países del mundo, en Bolivia, las ciudades también concentran los casos positivos del nuevo coronavirus. Tras una evaluación de la expansión de la pandemia en el territorio nacional, a finales de 2020, el Gobierno acordó con el magisterio, los representantes de las juntas escolares y la asociación de colegios privados (que representa solo al 9,8% del sistema educativo) que la formación se desarrollaría en tres modalidades: a distancia, presencial y semipresencial.
Así, el 1 de febrero, tras un año de perjuicios, 2,9 millones de niños, niñas y adolescentes comenzaron clases diferenciadas, según la situación sanitaria de cada región. Casi siete de cada 10 estudiantes viven en áreas urbanas, algunas de ellas densamente pobladas y, en consecuencia, altamente vulnerables al virus. En zonas con riesgo mínimo o donde no se reportaron casos de COVID-19, las clases son presenciales o semipresenciales.
Pobreza y postergación
Pero los esfuerzos desarrollados aún son insuficientes para retomar la normalidad. Y tanto el año pasado como ahora, quienes se llevan la peor parte son los estudiantes de las zonas rurales y las urbes más empobrecidas.
Andrés Huayta, dirigente de la Confederación del Magisterio Rural de Bolivia, explica las razones: “Uno de los problemas es que la señal de internet y la señal de televisión no llegan a ciertos lugares. A esto se suma la falta de equipos por carencia económica en los hogares, hay familias hasta con cinco hijos y un solo teléfono celular, y deben decidir quién lo va a usar y en qué horario”.
Fidelia Condori tiene tres hijas, dos en edad escolar y una universitaria. Vive en la ciudad de El Alto, la segunda más poblada de Bolivia, pero su caso se ajusta a la descripción que hace Huayta. “El año pasado solo he pasado una clase de Religión porque teníamos solo un celular y mi hermana lo usaba para la universidad”, cuenta Lucía, de 12 años, la hija menor.
Este año, la situación es casi la misma para esta familia de cuatro mujeres; adquirir un equipo demandaría una inversión económica que la madre no puede cubrir, sin contar que acceder a la red representa también un coste extra en cada hogar.
Por esto, la propuesta del profesorado al Gobierno central fue la elaboración y distribución de textos y cartillas educativas que ayuden al avance de las materias y al desarrollo de tareas. “Esto sí se ha cumplido, ya están entregando los textos para los niveles inicial y primaria, pero aún deben producir e imprimir para secundaria”, afirma Huayta.
El plan es emplear los textos con el seguimiento y acompañamiento de los docentes vía internet o mediante las lecciones grabadas que se emiten por la televisión pública, en el marco del proyecto Educa Bolivia. Con la idea de una mejor cobertura, el Gobierno incorporó también a la red de radios de los pueblos originarios y a las radios mineras, para las cuales se comenzaron a producir contenidos.
“Pronto vamos a tener un reporte del primer mes de clases (…). La plataforma que hemos habilitado garantiza la gratuidad de la enseñanza, efectivamente hemos tenido algunos desfases porque el internet no llega a todo el país. A esos lugares debemos llegar con los textos de aprendizaje y dado el volumen, aún no se ha cubierto todo”, admite el ministro de Educación, Adrián Quelca.
Otro problema no menor es que varios maestros –“la minoría”, asegura Quelca– no han desarrollado las destrezas necesarias para la educación en línea. “Estamos trabajando para superar estas deficiencias”, afirma la autoridad.
Por: Patricia Cusicanqui Hanssen / Anadolu