La entrevista con Alejandro Gaviria que se presenta a continuación produjo, de manera casi simultánea, un texto en el que se abordan, como se hizo en la entrevista, temas sin los cuales resulta difícil la comprensión de un escritor que hasta hace poco hizo parte de un gobierno con el que, apenas el año pasado, compitió cuando eran todos aspirantes a la Presidencia de Colombia. 'El Metalero', de Kienyke, fue hasta la biblioteca de Gaviria para preguntarle por sus convicciones políticas, su relación con los libros y su paso por el Gobierno.
Alejandro Gaviria, entre vallenatos, libros, ministerios... y metal
No se equivocaba Borges al afirmar en sus ‘Ficciones’ que el acto de leer es superior al de escribir. Y no se equivocó porque definitivamente no creo que se pueda escribir nada sin haber leído bastante. ¿Y cuánto es bastante? Hasta el hartazgo, probablemente. Y es que, ¿qué tan espectacular puede ser la vida propia como para que su narración, llana y directa, resulte por sí sola llamativa?
Con lo ocupados que vivimos, imbuidos en problemas propios y ajenos -que amplificamos continuamente hacia nuestros adentros-, nada, ni la invasión de Rusia a Ucrania, ni las elecciones regionales, ni la agudización de la violencia en Colombia por cuenta de grupos armados que se niegan a abandonar las rentas del narcotráfico nos llama ya la atención. La literatura no solo es un medio para conjurar el olvido, sino para llamar la atención. De quiénes, a cuántos y por cuánto tiempo es otro tema.
Las anteriores palabras surgieron luego de una compulsiva lectura de Fernando Vallejo: Logoi (1984). ¿Que por qué compulsiva? Porque es de una obra que entiendo descontinuada para el mercado y con pocos ejemplares disponibles en bibliotecas públicas. Logoi es un libro de investigación que escribió Fernando Vallejo para enseñarse, a sí mismo, a escribir, publicando de ahí en adelante novelas autobiográficas, biografías, tratados de física y biología, guiones de cine y discursos (estos últimos concretamente compilados en sus Peroratas, 2013).
A Vallejo lo descubrí a la edad de 16 años en el colegio. Volvía por unos días a Colombia para presentarse en la Filbo y eso fue lo que me dio noticia de él. Movido por la curiosidad, vi y oí en Internet el discurso que profirió en el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional para recibir el Doctorado Honoris Causa “no por sus méritos, que no ha tenido ninguno, sino por la generosidad de ustedes”. Entendí entonces, sin haber posado todavía mis ojos en sus libros, que la literatura, en sus formas más pequeñas y en las más grandes, tiene cadencia, sonoridad, ritmo, aliteraciones, consonancias, pausas, eufonía.
“Y la eufonía, por sobre el sentido mismo, es la gran razón de la literatura”, dice Vallejo en la introducción de su gramática del lenguaje literario y lo confirman no solo escritores contemporáneos, sino de épocas anteriores, pues bebieron del pozo profundo de las fórmulas sintácticas comunes a todos los idiomas y de uso libre para autores de todo género literario.
Este prólogo -que para los textos de páginas web es un prolegómeno- es para anotar que, una vez terminada la entrevista con Alejandro Gaviria, me regaló, sin titubeos, el ejemplar de Logoi que tenía en su biblioteca, cuando le pedí que me diera una referencia para comprarlo. Copiar aquí lo que escribió en la dedicatoria sería no solo un ejercicio de innecesaria vanidad, sino un lugar común que “llega a ser incluso un recurso literario” (otra vez Vallejo). Pero para clichés, este prólogo.
El rostro de Gaviria es feliz cuando habla de libros. Pero no feliz de euforia, sino de plenitud, de éxtasis intelectual. Es, en sus propias palabras, una explosión controlada. La sola mención de nombres y apellidos como Jorge Luis Borges, Stephan Zwaig, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez o Joseph Conrad predisponen a Gaviria a un diálogo más centrado, sin la extenuación de las noticias, ávido de coloquios, de literatura, de tertulia.
Le tiene sin cuidado que lo vean como un ratón de biblioteca. Aunque ese es uno de los calificativos más amables que ha recibido en los últimos años. La política lo convirtió en el objetivo de ideólogos y militantes que lo ven como tibio unos y como elitista otros. Él prefiere responder que se percibe a sí mismo como un reformista democrático, con capacidad de acción centrada, y no como un revolucionario de ínfulas utópicas y totalitarias.
Y si la presión insiste en hacerse insoportable ahí está el vallenato, las canciones de Diomedes y de Jorge Oñate, “la música del pueblo” de la que habló su papá y que le habrá dado más de un respiro entre los ires y venires de ser un funcionario público, un ministro en dos ocasiones, un rector en otras y escritor la mayoría.
No le da miedo trazar relaciones conceptuales que, a simple vista, serían absurdas. ¿Fue Diomedes Díaz un equivalente a estrella del metal o del rock en La Junta? Sobre esto y otras cosas habló Gaviria con ‘El Metalero’ en una entrevista que, al menos para este último, figurará como una de las más felices, con las luces de los ministerios atenuadas y con las bombillas de las bibliotecas resplandecientes.