Camino por las calles y veo niños en las ciclovías, en los parques, en los semáforos vendiendo dulces. Lo que no veo, y me preocupa, son los salones de clase llenos. No porque no existen, sino porque cada vez están más vacíos. Hoy en Colombia, más de 900.000 niños y niñas están fuera del sistema educativo, y si eso no nos estremece, entonces algo está mal en nuestra sociedad.
La deserción escolar es una enfermedad silenciosa que apaga futuros sin hacer ruido. Mientras tanto, los informes oficiales presentan cifras frías: repeticiones en aumento, más de 6.000 estudiantes sin alimentación escolar en Ibagué, otros 4.000 sin matrícula en colegios oficiales. Pero detrás de cada número hay historias, familias que ven la educación como un lujo inalcanzable y niños que, en lugar de aprender, enfrentan un destino marcado por la exclusión.
Las razones son muchas y complejas. Para miles de estudiantes, la escuela no es un lugar de aprendizaje, sino un espacio inaccesible. La pobreza sigue siendo una barrera insalvable cuando la alimentación, el transporte o un uniforme se convierten en gastos imposibles de cubrir. Además, la violencia y la inseguridad hacen que en algunas zonas del país asistir a clase sea un riesgo. A esto se suma la falta de infraestructura: colegios en condiciones precarias, sin agua potable ni baños adecuados, con aulas que más que inspirar, desmotivan.
Sin embargo, hay algo aún más preocupante. A pesar de los discursos sobre la importancia de la educación, el sistema deja ir a estos niños sin preguntar por qué. No hay mecanismos efectivos para seguirles la pista ni estrategias reales para hacerlos volver. La virtualidad tampoco ha sido la solución, ya que en las zonas rurales muchos estudiantes no tienen acceso a internet ni a electricidad. Así, el problema se agrava mientras las autoridades siguen limitándose a diagnósticos y promesas.
Cada año se anuncian planes y estrategias para combatir la deserción escolar, pero la realidad sigue siendo la misma: sillas vacías, colegios con menos estudiantes y un futuro incierto para millas de niños y niñas. Si realmente nos importa la educación, tocaríamos las puertas de esos hogares, preguntando qué necesitamos para volver a estudiar.
No podemos permitir que la educación siga siendo solo un discurso. Necesitamos acciones concretas. Es urgente eliminar las tareas burocráticas para la matrícula, garantizar la alimentación escolar sin interrupciones, implementar programas de apoyo económico y, sobre todo, diseñar estrategias para recuperar a quienes han salido del sistema. Mientras no lo hagamos, cada aula vacía será un recordatorio de nuestra indiferencia. Y si no nos duele eso, ¿qué nos duele?