La ecuación parece sencilla: mayor inversión en defensa equivale a mayor seguridad. Gobiernos de todo el mundo, incluyendo el de Colombia, han defendido esta lógica durante décadas. Sin embargo, la realidad demuestra que la securitización excesiva puede convertirse en una trampa costosa e ineficaz, que no solo perpetúa la violencia, sino que también socava las condiciones necesarias para una paz estable y duradera. En el caso colombiano, donde la historia de la guerra interna se entrelaza con políticas de mano dura, la pregunta es inevitable: ¿estamos realmente invirtiendo en seguridad o simplemente alimentando un ciclo de conflicto interminable?
Colombia destina aproximadamente el 3.08% de su PIB al gasto militar, una cifra que supera ampliamente el promedio regional de 1.6%. En términos absolutos, el presupuesto de defensa en 2024 es de 56 billones de pesos, lo que representa el 11.1% del presupuesto general de la nación, que asciende a 502.6 billones de pesos. Sin embargo, los resultados han sido limitados: en regiones como el Catatumbo y Arauca, el control territorial por parte de grupos armados ilegales sigue siendo una realidad ineludible.
La idea de que el fortalecimiento del aparato militar debilita a los grupos armados también pierde tracción cuando se observan las cifras del ELN y las disidencias de las FARC. Desde la firma del acuerdo de paz en 2016, el número de combatientes en estos grupos ha aumentado en un 30%, alcanzando los 7.600 efectivos según estimaciones de la Fundación Paz y Reconciliación. Paradójicamente, en las regiones donde se han incrementado operativos militares, como el sur del Chocó y el Catatumbo, las confrontaciones entre grupos ilegales también han escalado, afectando a la población civil.
La securitización no solo es un enfoque político, sino también un negocio multimillonario. Empresas proveedoras de armas, tecnología de vigilancia y equipos militares se benefician de contratos que, en muchos casos, no tienen un impacto significativo en la mejora de la seguridad. Por ejemplo, en 2022, Colombia destinó una parte considerable de su presupuesto de defensa a la adquisición de equipos militares sofisticados, cuya utilidad en la lucha contra actores no convencionales es cuestionable.
Por otro lado, la economía ilegal en Colombia sigue creciendo. Según el Observatorio de Drogas de Colombia, la producción de cocaína alcanzó un récord de 1.738 toneladas en 2022, con un incremento del 13% en cultivos ilícitos. Esto sugiere que la estrategia de militarización del territorio, lejos de frenar el narcotráfico, ha obligado a los grupos ilegales a adaptarse y diversificar sus ingresos, lo que ha generado un ecosistema criminal más resiliente y sofisticado.
En lugar de perpetuar la trampa de la securitización, el Estado colombiano podría reconfigurar su estrategia hacia enfoques más efectivos y sostenibles. ¿Qué podría implicar esto? Primero, una inversión significativa en el desarrollo rural y la economía local. Experiencias en países como Sri Lanka y Mozambique han demostrado que el fortalecimiento de infraestructuras y oportunidades económicas reduce la dependencia de las comunidades en la economía ilegal.
Además, una política de seguridad centrada en la inteligencia y en el control financiero podría generar mejores resultados. Reducir el lavado de activos, controlar la financiación de actores armados y desmantelar las redes de corrupción vinculadas al tráfico de drogas tendría un impacto mucho más efectivo que una ofensiva militar costosa y de resultados inciertos.
Finalmente, el fortalecimiento de la justicia y la lucha contra la impunidad podrían ofrecer una vía alternativa al conflicto armado. Según el Instituto Kroc, solo el 30% de las medidas de justicia transicional pactadas en el Acuerdo de Paz han sido implementadas hasta 2023, lo que perpetúa la desconfianza en el Estado y dificulta la reinserción de excombatientes en la vida civil.
La historia reciente de Colombia demuestra que más armas no significan más seguridad. La militarización excesiva del conflicto ha fortalecido una industria de la seguridad que se alimenta del miedo y perpetúa la violencia. Un cambio de paradigma, basado en estrategias integrales que combinen inteligencia, desarrollo económico y fortalecimiento de la justicia, es la única vía viable para romper con el ciclo de violencia. Mientras el Estado siga apostando por la misma estrategia que ha fracasado durante décadas, la pregunta no es si se logrará la paz, sino cuánto tiempo más se seguirá financiando la guerra.