En mi concepto no hizo falta. Aunque, para ser sinceros, hubiera sido maravilloso.
Pero los nervios y la falta experiencia, que en términos deportivos de parque se conoce como ‘cancha’, nos cortaron la ilusión de ver, por primera vez en los juegos olímpicos, el voleibol femenino de Colombia.
¡Ah carajo, cómo duele! Y más, cuando mi pasión hace 30 años es este deporte que practico con mis amigos vejetes en el parque del barrio La Esmeralda, ubicado en la localidad de Teusaquillo, en Bogotá.
Desde 1990, cuando comprobé por quincuagésima vez que lo mío no era el fútbol y que era más tronco que Stefan Medina en su malas épocas, decidí mirar hacia otro lado y me encontré con el balón blanco que pegaba más duro que una piedra, un par de tubos que miden 2,55 m cada uno, una red colgada de estas barras a 2,43 m del piso y las ganas de saltar y superar el reto de todo principiante en esta disciplina: rematar el balón.
Mi primer escenario fue la cancha de voleo del Instituto San Bernardo de la Salle. Le pedí a mi primo Gigio, quien en esa época era el segundo levantador de la selección del colegio, que hablara con el entrenador para que me dejara hacer parte del equipo. A él le debo mi ingreso a ese combo, orientado por un cura costeño llamado Lincoln, y a quien me encontré años después en las playas de Cartagena jugando y sin sotana para toda la vida.
Al entrar a la universidad, la ‘goma’ fue peor. En la Jorge Tadeo Lozano existió una cancha entre edificios que marcó el trasegar de cientos de vagos que preferimos ‘capar clase’ jugando y que la convertimos en nuestro sitio de encuentro. Tanto así, que estudiantes de otras instituciones terminaban sus cátedras y llegaban a la Tadeo a continuar con el ritual de juego.
Me gradué de milagro con la ayuda de Gómez y El Viejo Topo, amigos que me acolitaron sendas jornadas de deporte a cambio de la elaboración de sendas tareas universitarias. Mientras que yo jugaba, ellos estudiaban; y mientras que yo trataba de estudiar para pagar los favores recibidos, ellos se regodeaban viéndome ‘clavado’ en la cafetería del sótano haciendo tareas.
Pero no solo la ‘U’ fue escenario deportivo. La cancha del barrio en el que viví mí adolescencia también marcó etapas de deporte, de triunfos y de una que otra recompensa etílica por haber conseguido con sudor y lágrimas importantes triunfos. Los panas de infancia accedieron a mi intensidad y aprendieron a jugar voleibol. Después, este deporte nos permitió disfrutar de ratos de esparcimiento, con las recompensas mencionadas, y con la satisfacción de haber adquirido cierto prestigio en la materia.
Años y más años de recepciones, levantadas y remates me han dado la autoridad para sentir la tusa tan tenaz por la pérdida del cupo a Tokio. Y más rabia me da que el deporte que elegí, que juego con suprema pasión y que da tan buenos resultados esté escaso de apoyo y de reconocimiento.
Esas guerreras que enfrentaron a Argentina, una selección experimentada y de jugadoras de alta talla, me hicieron recordar a la Selección Colombia de fútbol del 2014. Y me atrevo a hacer tres analogías entre personajes, y en materia deportiva (ojo), para que la idea se entienda y el triunfo pueda ser destacado:
Amanda Coneo, la rematadora que juega en Francia, sería la James Rodríguez del 2014. Aguerrida, inteligente, con el corazón henchido y capaz de soportar cuanto balón le rebote en la cara. Ella genera la sorpresa y las reacciones más emocionantes en el juego.
María Fernanda Marín, la capitana, sería Mario Alberto Yepes. Organiza todo, se ‘echa’ el equipo al hombro, grita, dirige en el campo y pasa el balón a conveniencia de su equipo. Tiene la sangre fría y la capacidad de levantar el ánimo de los suyos cuando se enredan en momentos difíciles.
Antonio Rizola, el técnico de las valientes, sería el viejo querido y canoso que le dio cientos de días de alegría a este país. Él es el Pékerman del voleibol chibchombiano: alegre, emotivo, consentidor, cuidador de sus niñas y un brasileño que grita ‘Oh, Gloria Inmarcesible’ con más pulmones que muchos de nosotros.
Este equipo también logró su ‘cinco a cero’, en mi criterio. El 10 de agosto de 2019, las comandadas por Marín y Coneo les ganaron al sexteto de Brasil un partido que les permitió disputar la final de los Juegos Panamericanos. A nadie más ni nadie menos que a las BRASILEÑAS, potencia mundial de esta disciplina.
Después de todas estas experiencias me atrevo a decir que, por ahora, Tokio no hace falta. Este es el primer paso de un futuro promisorio para quienes gustan del voleibol y un campanazo de alerta para los que toman las decisiones deportivas del país. No sé si sea urgente o no la creación de una liga profesional de este deporte; lo que si sé es que ya existe un grupo de aguerridos, mujeres y hombres, que se la están ‘rebuscando’ y le están dando hilaridades a este platanal repleto de injusticias, desasosiego y tristeza.
Mientras que el milagro se da, yo seguiré acabando mis rodillas en la cancha de La Esmeralda, esperando a que el ejemplo que las colombianas nos dieron sea suficiente para que este deporte sea fortalecido; y sea la razón de hacer filas eternas para verlas jugar.
Son unas viejas berracas…
@HernanLopezAya
Sin Tokio, seguimos contentos…
Vie, 10/01/2020 - 08:42
En mi concepto no hizo falta. Aunque, para ser sinceros, hubiera sido maravilloso.
Pero los nervios y la falta experiencia, que en términos deportivos de parque se conoce como ‘cancha’, nos co
Pero los nervios y la falta experiencia, que en términos deportivos de parque se conoce como ‘cancha’, nos co