Hoy es el día del trabajo. Salgan a marchar, congresistas trabajadores. Protesten para reclamar sillas más cómodas en el Capitolio, corbatas menos apretadas, jornadas de sueño más largas, ruanas, almohadas y canelazo para el inclemente despertar luego de que las leyes poco importantes ―las que tienen que ver con educación, salud y trabajo― sean descartadas por sus colegas en debates de dos o tres minutos.
Protesten, ustedes también, defensores del matrimonio homosexual. Salgan a protestar, sin importar que querer casarse en pleno siglo XXI en un país encadenado por el yugo de la Iglesia católica sea luchar por prolongar la aberrante institución del matrimonio, por prolongar esa lógica moralista de los cristianos más obtusos que a ustedes tanto detestan. Protesten, pero no olviden que, así les sea reconocido su derecho de contraer matrimonio «por lo civil», su lucha es, al final, una pataleta infantil para legitimar que una figura de autoridad subida en un arrogante pedestal de poder autoinfundado, reconozca su unión por medios institucionales y diga: «Los declaro marido y mujer, o marido y marido, o mujer y mujer».
O luchen, mejor, porque no los jodan si deciden irse a vivir juntos ―¿unión libre, se llama eso?― y deslíguense de la necesidad de pedirle permiso a nadie para manosearse, besarse y tomar una ducha juntos. Luchen por tener todos los derechos que tiene una pareja heterosexual que ha convenido compartir vivienda, cama y ropa interior (hay quienes gustan de esos juegos) sin necesidad de firmar un papel. Luchen para que sean menos señalados, para que tengan que hacer menos ruido: pasar desapercibido es señal de aceptación.
Por otro lado, olvídense, si son pareja del mismo sexo, de la posibilidad de adoptar en la República Parroquial de Colombia. Llegará una mujer negra a la presidencia antes de que nuestros venerables legisladores acepten que la palabra «familia» dejó de representar, hace tiempo, el cuadro de un par de niños leyendo la Biblia mientras el hombre de la casa le pone el ojo morado a su mujer por no planchar bien sus camisas.
Protesten, ustedes también, defensores de la moral y las buenas costumbres, contra la oleada de libertinos que defienden el aborto y la píldora del día después, contra esos hijos del demonio que les impiden trabajar, trabajar y trabajar para robar, robar y robar un poco más; para seguir penetrando, sin condón, la vagina estrecha de esta pobre Colombia violentada por la Iglesia católica desde los días del glorioso Rafael Núñez.
Protestemos todos ―estoy seguro de que nos escuchan― por una jornada laboral más justa, un salario mínimo que alcance para comer tres veces al día, un sistema de salud que no deje morir a la gente en el corredor de un hospital con olor a papaya y pescado, un Estado que nos proteja contra la violencia, la indiferencia y la ignorancia. Protestemos contra los sueldos que ganan los congresistas por su ardua labor de rascarse los oídos y apretarse las manos con la garganta caliente de tanto whisky. Protestemos porque en este país medieval ―me equivoco, en la Edad Media los curas eran personas respetables― nadie da un peso por la situación de obreros y trabajadores.
O mejor, protesten ustedes. Yo me quedaré en mi casa rezando. Seguro sus protestas y mis oraciones, juntas, tendrán un efecto profundo en el futuro del país.
¿Le gustó este texto? Tal vez le guste La casa de las bestias, mi nueva novela, muy pronto en las principales librerías del país.
Imágenes por Dima Rebus