La maldición del vallenato

Dom, 19/01/2020 - 07:42
Son las dos de la tarde, hace treinta grados a la sombra y la calle semivacía vive el sopor de los días finales de las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. Entro a una notaría en donde me espera una
Son las dos de la tarde, hace treinta grados a la sombra y la calle semivacía vive el sopor de los días finales de las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. Entro a una notaría en donde me espera una tarea plúmbea y tediosa: expurgar en el archivo, en un voluminoso legajo de documentos de los años 80, hasta encontrar cierto registro. El encargado de aquel despacho, a quien encuentro con los pies encima de la mesa, oye vallenatos en una pequeña radio portátil que tiene por allí en cualquier parte. Los nombres, las fechas, los datos que busco, bailan en mi cabeza y se confunden con otros que van apareciendo asentados en una papelería que amenaza deshacerse entre mis dedos por el deterioro que ha operado en ellos el paso de los años. Mientras las notas de ese detestable fuelle llamado acordeón, el apaleamiento de una caja de madera y el restregar de una guacharaca acompañan el lamento de un cornudo que perdió a su mujer por pendejo. Me cuesta concentrarme en la labor con aquel ruido de fondo que acompaña a los colombianos por todas partes, pero lo consigo. Salgo a la calle, hace calor. Sudoroso, agotado, irritado, tomo un taxi y lo mismo: suena un vallenato. Es viernes por la tarde, ha empezado el fin de semana. Llego a casa y el vecino de enfrente, que tiene algún motivo para celebrar o incluso si no lo tiene, oye vallenato a todo trapo. Viví muchos años fuera de este país. No sé qué pasó, cuándo pasó, por qué pasó. No sé cuál es el origen de esta especie de maldición bíblica llamada vallenato que llegó de una región de la costa para instalarse en el altiplano y en el valle, a orillas de los ríos y en las cumbres nevadas. Creo intuir de dónde viene esa plaga, aunque dejo esa labor investigadora a gentes con más enjundia y paciencia que la mía. A mediados de los años 60, justo cuando me fui a vivir fuera del país, Alfonso López Michelsen, un cachaco bogotano que posaba de lord inglés, y a quien le importaba un comino la plebe y sus miserias, repartió quinientos acordeones por una provincia de la que quiso —y lo consiguió— ser el primer gobernador de un departamento de nueva creación, el Cesar. Los intelectuales de la costa y también los del altiplano, y hasta un futuro premio Nobel, jalearon la ocurrencia del Pollo López al grito de “¡uepa je!” Y de aquella polvareda, el lodo que hoy nos inunda. Confieso mi gusto por la vieja música del Valle de Upar, y por la letras inspiradas y bellas de algunos de sus maestros juglares; pero encuentro insoportable e irritante ese vallenato llorón de letras ramplonas y zafias, tan queridas al mundo narco y corrupto de este país. Las historias de infidelidades y despechos, trufadas de mensajes cursis y bien pagados, que acompañan la vida de los colombianos desde hace varias décadas, estoy seguro de que han producido un daño irreparable en el inconsciente colectivo de este país. Un gran educador y humanista barranquillero de origen turco, Alberto Assa Anavi, dio, ya a mediados de los años 90, la que para mí es la mejor definición que conozco de esa cosa: “El vallenato no es más que el sonajero de una nación en pañales”.
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