Falsos positivos

Vie, 20/12/2019 - 09:30
Hace años conocí a una mujer que buscaba desesperadamente a su hijo. Se llamaba Blanca Nieves Rivera. Había reunido dinero con grandes dificultades entre vecinos y familiares, para viajar catorce h
Hace años conocí a una mujer que buscaba desesperadamente a su hijo. Se llamaba Blanca Nieves Rivera. Había reunido dinero con grandes dificultades entre vecinos y familiares, para viajar catorce horas en autobús desde Planadas, Tolima, hasta el Caguán; y gastó parte de aquella colecta en fotocopias y una carpeta en la que guardaba el voluminoso historial médico de su hijo, John Gebel Mahecha Rivera. El caso de aquel muchacho me interesó cuando saltó fugazmente a la prensa, entre las muchas historias que surgían a diario en las conversaciones en medio de las Farc y el gobierno de Andrés Pastrana, y lo conté en una breve nota de un minuto y veinte segundos para Televisión Española. Una historia fugaz, de esas que a pesar del empeño que se pueda poner en contarlas, pasan casi desapercibidas entre el cúmulo de declaraciones políticas, notas de sociedad, desastres naturales, deportes, informe meteorológico, etc., que la gente oye, ni siquiera suele ver, en un telediario. Aquel muchacho me conmovió cuando vi que uno de los jefes de las Farc, Fabián Ramírez, lo presentaba como un espía del ejército. Una mirada perdida en un rostro sin afeitar en varios días, el movimiento nervioso de unas manos que se frotaban sin parar y la media sonrisa de quien ha logrado su objetivo: ser capturado. El periódico El Tiempo tituló a propósito: “Las Farc secuestran a un loco”. La señora Rivera se fue con el historial médico de su hijo a buscar  a los jefes de le guerrilla, a suplicarles que se apiadaran. John Gabel había desaparecido del rancho en donde vivía, junto a sus otros once hermanos, presa de ataques de esquizofrenia. Mientras prestaba servicio militar fue diagnosticado con delirio de persecución, reacción paranoica y psicosis maniacodepresiva. Había regresado loco a su casa, aun se creía soldado y se fue solo al Caguán. Las súplicas de aquella mujer encontraron primero la respuesta destemplada de un tal comandante Jairo que le dijo: “Qué va a decir una mamá, pues que su hijo no es un asesino”. Luego, Raúl Reyes y Joaquín Gómez, máximos interlocutores las Farc en la llamada Zona de Despeje, le dijeron que su hijo había pasado a formar parte de la lista de militares canjeables por guerrilleros presos, y tendría que esperar a un acuerdo entre ambas partes. Y aquel muchacho de dieciocho años, que ni era militar en manos de la guerrilla ni estaba en la lista de civiles secuestrados, entró en un limbo kafkiano y desapareció. Nunca se volvió a saber de él. Traigo este caso de hace años y que conocí de primera mano, para ponerle rostro a una víctima esta semana que se ha vuelto a hablar en Colombia de “falsos positivos”. No importa si fue el Ejército, la guerrilla o los paramilitares. Lo importante es tener claro que detrás de cada víctima --en muchos casos, inocente--  hay una vida y gentes que sufren en su entorno. Cuando las víctimas de un conflicto se convierten en estadística o en un término vago y a veces incomprensible, comienza el olvido. Detesto la expresión “falso positivo”, ese término que se acuñó en Colombia para deshumanizar las ejecuciones extrajudiciales ocurridas en este país en el gobierno de Álvaro Uribe. Los verdugos suelen buscar siempre métodos para sumir en la opacidad sus atrocidades con el objetivo de implantar un precepto metódico: no debes comprender. Un filósofo danés, Soren Kierkegaard, se indignaba en la Europa del siglo XIX ante las estadísticas de los suicidios, ante el hecho de que los hombres fueran tratados como números. Cien años después, los nazis tatuaban con números a las víctimas destinadas a las cámaras de gas. Así que el horror que representan las fosas comunes que empiezan a aparecer en Colombia con los muertos en ejecuciones perpetradas por miembros del Ejército, debería hacernos reflexionar sobre la intención primera de aquel término frío, impersonal y burocrático que oímos y leemos hace años como quien oye soplar el viento o caer la lluvia.
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