Es decir, en una medida extensa, nuestro raciocinio es el producto del contexto que nos vio nacer y nos ayudó, mal que bien, a llegar a una edad medianamente madura. Una prueba sencilla para entender esta dinámica circular es recurrir a las preguntas: ¿cómo es posible que yo hable español y no mandarín?, ¿por qué tengo serias inquietudes acerca de Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Sagrada Escritura, la figura del Papa, la Iglesia católica, etcétera, pero no de Buda, el Nirvana, etcétera?
De ahí que, ante el mismo problema y bajo lógicas satisfactorias, haya respuestas disimiles.
Así, aplicando ya esto a un caso concreto, mientras un grueso número de colombianos hartos de ver y repetir la misma película, el horror de todos los días, exigen, a partir de lo que les indican sus diferentes dioptrías y hasta cierto punto bajo el influjo del sentido común, prisión preventiva —como si fuera cosa juzgada— para Fabio Salamanca; el muchachito de los Andes que en medio de una borrachera tenaz se llevó por delante un taxi, por no decir disparó su auto como si éste fuera un funesto misil, cegando así la vida de dos ciudadanas de bien, dejando malherido al chofer y embrollando su promisorio futuro; yo sigo pidiendo que, salvo situación de excepción, la Justicia de Colombia defienda a capa y espada el principio más elemental del derecho: “Todo ciudadano es inocente hasta que se demuestre —en juicio— lo contrario”.
Punto éste, una arista, que, a mi modo de ver, sirve de base para reflexionar acerca de la mirada que como Nación, si es que tal cosa es posible, tenemos acerca del “crimen” y de los “criminales”. Y esto porque, si lo que pretendemos alcanzar es una reconciliación de alcance universal, debemos partir por reconocer los errores que, en vez de solucionar el conflicto, lo perpetúan.
Y sin duda el peor error que, en correlación con el “crimen”, hemos podido cometer pasa por el hecho de personalizar la Justicia. Lo que es igual a subjetivizar al extremo la aplicación de la ley. O, dicho de otra forma, hacer de lo escrito un juego de interpretaciones en el que todo dictamen es válido. Así, por ejemplo, la medida excepcional bajo la cual a un individuo se le debe aplicar detención preventiva queda casi sujeta al arbitrio del juez. Y si se trata de casos mediáticos, como los de AIS, Colmenares o Salamanca, esta potestad pasa a los grandes medios de comunicación.
Una mirada que desdibuja completamente el concepto de justicia y, por ende, desvirtúa el de crimen. Pues bajo esta ecuación un recurrente asesino puede ser tratado con mano de seda mientras que un ladrón de buñuelos se pude podrir en la cárcel.
Por otro lado, paternalizar el delito “menor”, sobre todo cuando no hay al menos una víctima fatal de por medio, es un error de envergadura mayor. Algo que se puede entender a través de la siguiente pregunta: ¿Qué le hubiera sucedido a Fabio Salamanca si, borracho como estaba, embiste el taxi pero, por cosas de la vida, nadie muere ni resulta gravemente herido? ¡Nada! Es decir, al margen del susto, del parte y de la inmovilización del vehículo, hoy en día él estaría por ahí, tan campante como si se hubiera robado una manzana en un supermercado. ¡Sí! Libre, pese a haber cometido el mismo delito. ¿Cuál? ¡Manejar ebrio! Porque matar a las chicas, en sí, no fue su delito sino una consecuencia de él.
Y lo peor, resulta que ésta mirada aquí se aplica a toda suerte de delitos “menores” —y a los mayores que los jueces bajo su infinita sabiduría tachan de “menores”—: hurto de celulares, estafa, etcétera, etcétera.
Por último, y como para no alargar más este post, no darle una mirada de laboratorios de paz a las cárceles es un yerro tan grande que hasta se podría calificar de ceguera. ¿A qué me refiero? Primero, a que ahí está la materia prima. El material humano que, de una o de otra forma, combustiona y acrecienta el conflicto. La encarnación del delito. Segundo, a que, en vez de dejar que el crimen florezca y campee en las cárceles, el Estado, mediante un cambio de rumbo en el que no haya cabida a la penosa apatita con que usualmente tortura a los presos, podría aplicar sobre ellas una visión proactiva y, para el caso, netamente pedagógica. Digo, ¿por qué no dejar las cárceles en manos de universidades competentes? ¿Por qué no dejar que alumnos de últimos semestres de psicología, derecho, medicina, de todas las licenciaturas habidas y por haber, etcétera, hagan sus prácticas en estos centros de reclusión? ¿Por qué?