La noche fría capitalina albergaba bajo su cielo a un centenar de jóvenes carentes de dinero que nos habíamos amotinado junto a la cerca del parque Simón Bolívar para escuchar a Andrés Calamaro.
Entre cigarrillos, vino barato, marihuana, caballos y policías que los montaban, nos sentamos a escuchar “Paloma”, “Mi enfermedad”, “Estadio Azteca”, “La Libertad” y otros temas que este adicto a la ‘mariajuana’ y excelente compositor, trajo a la ciudad que nunca antes había visitado.
Los que estaban adentro, porque habían pagado, coreaban a todo pulmón los temas que profería el hombre tras las gafas oscuras. Los que estábamos afuera, por pobres, hablábamos de todo un poco, con la música de fondo, como amenizando nuestra conversación.
De vez en cuando, en el momento en que sonaba una canción que estábamos esperando, hacíamos un silencio profundo para tratar de coordinar la voz con el que desde adentro nos gritaba, y una vez íbamos a la par, sacábamos todas nuestras fuerzas, quizás alentadas por el licor y la droga y gritábamos hasta el cielo infinito, uno a uno, las letras que nos habían congregado. Una vez finalizada la canción, todo volvía a lo mismo. Más trago, más droga y más temas sin sentido.
Hablábamos del estudio, de Uribe, de las mujeres que nos habían amado, de las que no nos habían dejado amarlas, del futuro incierto que todos queremos dominar, del dinero del que carecemos, del que soñamos tener, de hijos, de putas, de libros, de cine, de música, de comida, de Pasto, de Cúcuta, de los jesuitas, de la mierda, en fin, de la naturaleza humana. Entre sorbo y “plon” de madre tierra, la noche se hacía más llevadera con su frío que calaba hasta los huesos.
De repente, a la distancia, no más de 20 metros, se alzó un héroe alcoholizado y drogado, de los que exaltan nuestros sentimientos cuando se está bajo los efectos que trae consigo el sorber seguido y fumar hasta quemarse los dedos. El héroe era un tipo con afro, ‘Converse’ y pantalones rotos. De un salto propio de competencia olímpica burló la malla que nos separaba de los ricos y corrió hasta donde su equilibrio se lo permitió para luego caer bajo el bolillazo certero de un bachiller de policía que lo alcanzó en su sano juicio.
Todos gritamos más aquella proeza que la canción más esperada por los que allí nos reuníamos. En contados segundos, fueron apareciendo más y más osados héroes que querían volar, literalmente, por sobre aquella malla, que no sólo nos separaba del espectáculo, sino como empezó a correr por entre los grupos de personas que veíamos sorprendidos, de la vida misma, de las oportunidades.
En un abrir y cerrar de ojos Marx hizo aparición y la lucha de clases nuevamente revivió. Jóvenes enardecidos por la exclusión social nos olvidamos de Calamaro para enfocarnos en esos seres que visten de verde para amedrentar. Botellas, palos, piedras e improperios hicieron su aparición en el cielo.
Chonto, Peluza, Choza, Danilo y yo, los pastusos y el toche, que nunca antes habíamos estado en medio de una revolución como la que a nuestro alrededor se alzaba, rápidamente caímos en ella, probando una vez más que no hay nada que incite más a la revuelta, que un montón de gente inconforme, además, claro está, de alcoholizada y drogada. Dentro de mí se fraguó otra revolución. De hecho, dentro de cada uno de los que allí estábamos se alzó un pequeño Marx, un pequeño Fidel, un pequeño Ernesto que latía por salir. Pero el miedo, esa maldita droga natural e innata nos impedía movernos. Veíamos cómo todos hacían, pero nosotros no, sólo observábamos.
– Chonto, tire esa botella que tiene en la mano - le gritaba a menos de diez centímetros de su oído. – Vea, póngasela a ese ‘tombo’ que está ahí. Dele hermano, ¡hágalo!
La sangre hervía, la muchedumbre se agitaba y el corazón se quería salir.
– Cobarde, no es capaz de nada, le grité con resignación.
– Hacélo vos cabrón , si sos capaz, me gritó escupiéndome.
Su sentencia me turbó al punto de morderme la lengua de la rabia que me invadió. “Soy un maldito cobarde, miedoso, que sólo azuza a la gente para que hagan lo que yo mismo no me atrevo a hacer”, pensé, me grité a mí mismo y me reproché con vehemencia.
Para cuando volví en mí, la masa flotante de personas rabiosas nos había separado. Miré alrededor y no los divisé. Alcé los ojos al cielo y supliqué la fuerza divina para hacer lo que durante muchos años de mi vida me había privado.
Desde la cabeza hasta los pies me recorrió una fuerza tal que corrí sin saber por qué. Por mi contextura no pude saltar de una vez la malla. Tuve que aferrarme a ella hasta poder sobrepasarla. La mitad de mi pantalón se quedó allí colgando. Entendí porqué nuestro primer héroe lo traía roto. Quizás ya había sido héroe de muchos más en otra ocasión y ese era su uniforme.
Al caer, mis dos pies eran tan livianos que sentí desfallecer, pero la droga, el trago y los cientos de inconformes que coreaban mi hazaña, me animaron a seguir. Esquivé, con un puño incluido, al primer policía. Alcancé a divisar la cerca que debía saltar para estar frente a frente con Calamaro. Sin embargo, hasta ahí recuerdo, pues un estruendo proveniente del mismísimo cielo me encegueció. Caí. Los bolillos hicieron de la suya en mi cuerpo que yacía inerte. Al despertar, en la cama de un hospital, supe que Chonto había sido capaz de hacerlo.
Calamaro, no te escuchamos
Mar, 28/05/2013 - 09:01
La noche fría capitalina albergaba bajo su cielo a un centenar de jóvenes carentes de dinero que nos habíamos amotinado junto a la cerca del parque Simón Bolívar para escuchar a Andrés Calamaro.