En esta época, desde 1985, revive en la memoria de los colombianos aquel fatídico 13 de noviembre en el que la tragedia borró, de una vez y para siempre, a la población de Armero. Un pueblo que contaba con más de 25 mil habitantes que, sin aviso y en la oscuridad de la noche, fueron eliminados de un pincelazo por la furia de un deslave provocado por la erupción del volcán nevado del Ruiz.
Durante la mañana de ese fatídico miércoles, la vida transcurría con normalidad en la importante población tolimense y el sol brillaba con fuerza, pronosticando erróneamente un buen día para la ‘Ciudad Blanca’, como también se le conocía a Armero por sus extensos y fructíferos cultivos de arroz y algodón.
En la tarde, en cambio, el sentimiento de que algo malo podría pasar se generalizó en medio de una lluvia de ceniza que invadió el pueblo desde las 4:00 p.m. y que en pocas horas cubrió casas y vías con una capa polvorienta de 10 cm de grosor. Una señal apocalíptica que no fue escuchada por las autoridades.
Esa noche, contrario a otras, no trajo consigo la calma que esperaban los armeritas, quienes inocentes, ignoraban que a solo 45 kilómetros, a las 9:29 p.m. el volcán Arenas había provocado un deslizamiento que entre hielo, tierra y escombros, avanzaba hirviendo a repetir un desastre ya antes registrado en 1595 y 1845.
Omayra y el momento del deslizamiento
No sería sino hasta las 11:30 p.m. cuando la avalancha tomó por sorpresa a toda la población y entre ellos a Omayra Sánchez, quien aún sin saberlo, se convertiría en el símbolo de uno de los eventos naturales más desastrosos en la historia reciente.
Omayra nació el 28 de agosto de 1972 y fue la hija mayor de Álvaro Enrique Sánchez, un hombre que como gran parte de los habitantes de la región, era operario de una máquina de recolección de arroz. Su madre, María Aleida Garzón, en cambio, era enfermera de profesión y trabajaba en el Hospital San Lorenzo, de Armero. La familia era completada por Álvaro Enrique, de 12 años de edad y quien era el hermano menor de la joven. Estos dos últimos serían los únicos sobrevivientes de la familia a la tragedia.
El hogar de los Sánchez Garzón quedaba en el barrio Santander, a pocas cuadras del parque central de Armero, y durante la noche del 13 de noviembre fue uno de los que el deslave arrasó con mayor ímpetu. Según relataría Omayra durante sus 61 horas bajo el agua, ese día solo estaba acompañada de su padre, su hermano, una tía (María Adela Garzón) y una prima de pocos meses de nacida. En cambio su madre, María Aleida, por azares de la vida había viajado a Bogotá, a salvo del fatídico destino que le deparaba a Armero.
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A pesar de que varios vecinos alertaron a la familia del peligro latente, la buena suerte no los acompañó. Según contó el hermano menor de Omayra, esa noche, como de costumbre, el padre de familia cerró estrictamente la salida del hogar y en medio de la emergencia no encontró las llaves. Esto lo llevó a colocar a su hijo menor sobre el marco de una puerta de la vivienda, con la esperanza de que la altura lo resguardara a salvo.
Al parecer, don Álvaro también quiso colocar a Omayra en el mismo lugar, pero el pánico invadió a la niña quien solo atinó a esconderse bajo la cama en compañía de su tía y su pequeña prima. Habría sido justo en el instante en que don Álvaro quiso ir por ella, cuando el deslizamiento atravesó la casa y tumbó una de las paredes de la cocina, acabando con el padre de Omaira y arrastrando a su paso la manzana completa de casas.
Los arrastró pocos metros, pero con la suficiente fuerza como para dejar irreconocible la zona y ocultos bajo las tejas de zinc y los escombros a cientos de habitantes del barrio Santander.
Los problemas para Armero no terminaron ahí. Debido a la hora en la que ocurrió la emergencia no sería hasta la mañana del 14 de noviembre cuando Colombia despertaría, un tanto incrédula, con la desaparición de Armero.
Últimas horas con vida
Después de la tragedia, para los sobrevivientes del deslave las horas se hicieron eternas. El sol parecía negarse a brillar después de una noche tan llena de destrucción y muerte.
Durante las primeras horas del 14 de noviembre, los quejidos y llamados de auxilio se perdían entre el barro, la luz tenue de la madrugada y la desolación. Uno de ellos era el de Omayra, que tras haber sobrevivido a la furia de la naturaleza se encontraba atrapada en una especie de pozo cubierto con tejas de zinc. Tenía la mitad del cuerpo bajo el agua y necesitaba ayuda pronto porque el riesgo de un ahogamiento era real.
Ayudada de un palo contra las tejas, el ruido no tardó en revelar su ubicación a los primeros socorristas que atendieron la emergencia. Sin embargo, su extracción del lugar no pudo ser tan rápida como ella lo esperaba.
Quizá uno de las primeras personas en verla fue Evaristo Canete, un reportero gráfico español que había sido enviado a registrar fílmicamente a Armero, o lo que quedó de él. Sin embargo, sería Omayra quien se robaría toda su atención ante el paso de las horas sin que se hiciera efectivo su rescate.
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Fue él quien grabó los videos en los que aparece Omayra con el rostro inflamado, los ojos ennegrecidos y piel pálida. Grabaciones muy bien conocidas por los colombianos y gran parte de la comunidad internacional que durante ese jueves y sus días posteriores, siguieron con angustia los últimos instantes de una vida en agonía.
Los intentos por liberarla habrían fracasado y ella, aferrada a una viga que el personal de socorro le colocó para que no se hundiera, seguía esperando paciente que aquellos hombres encontraran una solución.
“Mamá, si me escuchas, reza para que yo pueda caminar y esta gente me ayude. Mami, te queremos mucho mi papi, mi hermano…y yo”, diría Omayra ante las cámaras que con morbo la registraban.
A pesar de la adversidad mantenía el ánimo cuando los rescatistas, más por fe que por convicción, trataban de hacer un espacio para liberar sus piernas. Mismas que quedaron atrapadas entre una plancha de concreto y el cuerpo de su tía María Adela, quien aún con la añoranza de los vivos, la abrazaba, bajo el agua descompuesta y lodosa, impidiéndole salir
61 horas después de quedar atrapada, y ante la imposibilidad de remover el pesado muro, empezó a hablarse de una posible amputación de los miembros inferiores para poder sacarla. Sin embargo, la difícil situación sanitaria y la falta de herramientas terminaron por descartar más pronto que tarde dicha posibilidad.
Para los médicos, entonces, resultaba más humano dejarla morir en aquel lugar en el que la gangrena e hipotermia le empezaron a robar la vida y la cordura a la pequeña Omayra, quien el sábado 16 de noviembre, en un momento extraordinario de lucidez pidió un momento a solas para descansar, antes de finalmente fallecer a las 10:05 a.m. ante la compañía impotente de rescatistas, periodistas y voluntarios, que esperaban con el corazón poder salvarla.