Helmuhd Luvin Moreno Guevara

Comunicador Social - Periodista, MBA y Especialista en Alta Gerencia, con más de 20 años de experiencia en comunicación digital, marketing y periodismo. Docente universitario, apasionado por la inteligencia artificial, las redes sociales y la innovación tecnológica.

Helmuhd Luvin Moreno Guevara

Blancanieves y otras historias hechas con la estética del fracaso

Disney, la compañía que por décadas fue sinónimo de asombro, de mundos mágicos donde los animales hablaban, donde las alfombras volaban y los sueños literalmente se hacían realidad, está viviendo una pesadilla provocada por la inclusión forzada y por su fallido intento de reconfigurar obras que en su tiempo fueron un pilar importante sobre el que edificaron una época dorada. Blancanieves, una versión “actualizada” del clásico animado de 1937, no solo ha sido un fracaso en taquilla y crítica, sino también el reflejo de una crisis que lleva años gestándose. Lo que alguna vez fue un sello de calidad y magia hoy genera dudas, pérdidas económicas y desinterés. 

La nueva versión de este clásico parecía destinada al escrutinio desde el inicio. Entre decisiones polémicas como la eliminación de los enanitos, una protagonista que declaró públicamente que “esta Blancanieves no necesita ser salvada por ningún príncipe”, y un tono narrativo que se percibe como sermoneador más que encantador, la película terminó por desanimar tanto a nostálgicos como a nuevas audiencias. El resultado: una cinta sin dirección clara, sin público definido, y sin el encanto que una vez caracterizó a los relatos de Disney.

Pero este no es un caso aislado. Basta con observar la línea de lanzamientos recientes para identificar un patrón preocupante. Lightyear, que intentó construir una historia épica en torno a un personaje secundario de Toy Story, no encontró ni el tono ni el público adecuado. Mulán, despojada de su música, su humor y su corazón, llegó como una promesa de respeto cultural y terminó siendo una narración vacía, donde la heroína ya no se forjaba a través del esfuerzo, sino que nacía extraordinaria, negándole al espectador el privilegio de crecer con ella. Incluso el universo de Star wars cayó en manos de quienes no conocían la historia propuesta por su creador George Lucas y terminaron blasfemando el nombre de personajes míticos, haciéndonos creer que una protagonista femenina recién incluida en la historia era más poderosa que personajes con narrativas de casi 40 años de construcción como Obi-Wan Kenobi o el Maestro Yoda.

Lo qué tienen en común todas estas producciones es una alarmante falta de alma. Historias que parecen hechas por comités más que por creadores; guiones que priorizan la agenda antes que el corazón; decisiones de casting y dirección pensadas para generar conversación en redes, no para conectar emocionalmente con el espectador. En su afán por ser inclusivo, relevante y actual, Disney está perdiendo aquello que siempre fue su mayor fortaleza: la capacidad de contar historias universales con sensibilidad y verdad.

La nostalgia, esa arma poderosa que impulsó el éxito de La Bella y la Bestia, El Rey León y Aladdín en sus versiones live-action, ya no basta. Las nuevas generaciones no se emocionan con las mismas fórmulas, y las anteriores comienzan a sentirse traicionadas por reinterpretaciones que desdibujan lo esencial de los relatos originales. El resultado es una desconexión generalizada y una organización que Intenta hablarles a todos, pero termina sin cautivar a nadie. La saturación de remakes, secuelas y productos derivados ha erosionado el prestigio de la marca. 

Las decisiones creativas parecen regidas por el temor a la crítica más que por la pasión por el arte. Se ha perdido la valentía narrativa que en el pasado permitió arriesgarse con obras como “El jorobado de Notre Dame” o “Fantasía”, historias que no temían tocar temas densos o experimentar con formas visuales nuevas. Hoy, cada nueva producción parece salir de una calculadora, más preocupada por los números de representación en pantalla que por la autenticidad emocional que debería provocar en la audiencia. La magia no surge de fórmulas demográficas, sino de personajes entrañables y mundos que resuenan con el corazón humano.

A esto se suma una desconexión profunda con los valores que alguna vez definieron el ADN de la compañía. En lugar de crear personajes que inspiren por sus acciones, se construyen íconos vacíos que solo predican lecciones. Se confunde representación con profundidad, y diversidad con carisma. En consecuencia, los niños ya no encuentran modelos que admiren, sino discursos disfrazados de aventuras. Y los adultos, que alguna vez se maravillaron con la narrativa de un león enfrentando su destino o una sirena buscando su voz, ahora miran con escepticismo cada nuevo anuncio de remake o secuela.

Es evidente que Disney necesita una renovación, pero no una basada en algoritmos sociales o tendencias pasajeras. Necesita reencontrarse con el arte de contar historias que trascienden generaciones, culturas y modas. No se trata de resistirse al cambio, sino de no olvidar el alma en el proceso. La inclusión real no necesita propaganda, sino personajes humanos o animales parlantes con los que cualquiera pueda identificarse por su valor, su duda, su lucha, su ternura. Eso es lo que hacía de una película de Disney algo eterno, más allá de su estética o su modernidad.

Quizá el error más profundo no ha sido cambiar los cuentos, sino dejar de creer en ellos. La reinvención no tiene por qué implicar destrucción; puede ser una evolución respetuosa, un diálogo entre lo clásico y lo contemporáneo. Para lograrlo, Disney necesita volver a escuchar no solo a sus focus groups, sino a los niños que sueñan despiertos y a los adultos que recuerdan con cariño esas primeras veces que el cine los hizo llorar, reír o creer. Porque al final, la audiencia no pide fórmulas perfectas, sino historias con alma.

Y es que, cuando una estrella deja de brillar, no se le reemplaza con una lámpara de LED: se la reenciende con fuego verdadero. Disney no necesita más remakes, necesita recordar por qué el mundo alguna vez creyó que, al desear a una estrella, los sueños podían hacerse realidad. Porque si pierde la fe en su propia magia, entonces ya no será el titán de la fantasía que nos acompañó por generaciones, sino solo otra fábrica de contenido más, girando sin alma en la maquinaria del entretenimiento.

El encanto se está diluyendo, no por falta de talento, sino por miedo a arriesgar con ideas nuevas y sinceras. Quizá sea la hora para que un gigante de la industria mire hacia adentro y se pregunte por qué dejó de creer en la magia que lo hizo grande. Si Disney quiere seguir siendo relevante, tendrá que recordar que su mayor poder no está en las franquicias, sino en su capacidad para contar buenas historias.

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Helmuhd Luvin Moreno Guevara
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