La Procuraduría ordenó su destitución del cargo de secretario de Gobierno de Bogotá y lo inhabilitó por 12 años para trabajar con el Estado. El Ministerio Público lo sancionó por haber violado el régimen de inhabilidades, ya que Asprilla ejerció como concejal mientras que en paralelo era el apoderado de un grupo de ciudadanos que demandaron al Distrito como víctimas de un derrumbe en el relleno de Doña Juana. La sentencia fue en primera instancia y el funcionario la apelará. Este completo perfil de su vida fue publicado por KIEN&KE cuando Asprilla ejerció como alcalde encargado de Bogotá.
El pasado jueves 21 de junio fue el día mundial del
Skate y para la celebración se reunieron niños y jóvenes en la Plaza de Bolívar de Bogotá, frente a la Alcaldía de la ciudad. Mientras yo esperaba que el Alcalde encargado, Guillermo Asprilla, me concediera una entrevista, me informaron que se había corrido la agenda del día e iba a tener que esperar. Me ofrecieron acompañarlo a la Plaza de Bolívar a saludar a los
Skaters que tenían la plaza invadida con sus patinetas. Salí caminando detrás de su comitiva, compuesta por su equipo de prensa, 4 agentes de seguridad y al menos 10 policías que lo rodeaban caminando lento, a su paso, mientras Asprilla, casi apoyado sobre un bastón de madera, avanzaba con trabajo, encorvado hacia adelante y dando la impresión de que cada paso que daba le dolía.
El Alcalde siguió caminando y cuando se encontró con unos escalones, apoyó su mano izquierda sobre una pared y la otra en el bastón, y siguió avanzando impávido, sin sonreír. Parecía no tener nada qué festejar.
A su alrededor, los niños preguntaban: “¿Quién es ese cucho, dónde está Petro?”. Asprilla siguió subiendo los últimos escalones con mucha dificultad, hasta llegar a lo alto donde se encontraban los líderes de la celebración, quienes le entregaron un altavoz que no funcionaba para que el Alcalde encargado expresara algunas palabras que nadie oyó. Terminado su corto discurso, le dieron una patineta que él levantó en el aire con una mano al tiempo que lo hacían todos, y entonces sí sonrió con lo que parecía una mueca tallada en madera.
A Guillermo Asprilla lo rechazaban por blanco en el Chocó y por negro en Bogotá.
Pasarían más de cuatro horas antes de que me recibiera en su despacho, no sin antes disculparse conmigo varias veces. Interrumpió una reunión y me concedió treinta minutos.
–Asprilla, ¿está triste?
–Jmmmm… –musitó sonriendo doloroso. –No sé, –dijo y finalmente lo vi reírse, pero era una risa triste, como obligada. Más fácil es reírse que llorar. –De pronto, ¿te parece?
–¿Melancólico quizá?
–Es posible, sí, –dijo con las manos apoyadas sobre las piernas juntas, como pegadas con Colbón. Estaba sentado en toda la esquina de un sofá color mostaza de dos puestos, como castigado.
–¿Sigue de luto?
–Sí, –dijo con una firmeza que no había expresado hasta el momento. Por la ventana del despacho del Alcalde Mayor brillaba el sol y se veía a la gente caminando por la plaza con manga corta y los ojos achinados por el sol.
–¿Habrá campo para el amor más adelante?
–Tiene que haber, no hay otra opción. Ha sido muy duro. Lo de mi esposa fue demasiado duro.
El Alcalde encargado tiene fama, entre sus amigos y todo el equipo con que trabaja, de ser un hombre serio, muy serio. Siempre le aconsejan que sonría, pues esto es muy importante en términos de marketing político. Pero Asprilla no le hace caso a nadie, y cuando le toman fotos mira a la cámara con la cara que harán los carteros caminando bajo el sol en el verano. Sus amigos más cercanos aseguran que por ser demasiado intelectual ríe con efecto retardado. Piensa mucho antes de hacerlo y cuando lo hace no es espontáneo. Es más una ecuación intelectual. En lugar de reír sonríe, y en lugar de sonreír hace una mueca casi incómoda.
Pocos saben que Guillermo Asprilla tiene el corazón partido. Lo consume una tristeza absoluta que le paraliza los músculos de la cara impidiéndole sonreír. Está de luto hace casi dos años. La garganta debe de dolerle cada vez que traga saliva. Ojalá que no sea cierto que el que no llora sufre más, porque el Alcalde encargado dice que los hombres casi no lloran. Jamás se acuesta antes de las doce y media de la noche, y muchas veces es tal el agotamiento que no se puede quedar dormido y acaso se queda acostado debajo de las cobijas, pensando en su Luz Elena, una mujer tan pequeña que le llegaba a la altura del estómago. Su gran amor ya no está para comprarle medias nuevas antes de que las viejas se llenen de huecos. Ya no tiene a la mujer de su vida. El tiempo no ha curado sus heridas, el dolor es cada vez más intenso y más profunda su soledad.
Luz Elena de Asprilla murió luego de una larga y dolorosa lucha contra el cáncer y su marido decidió refugiarse en Europa con sus dos hijos, donde comenzó a hacer un doctorado en la Universidad de Salamanca (España). Planeaba quedarse, casi escondido, a esperar que cediera el dolor. Entonces su gran amigo Gustavo Petro lo nombró jefe de campaña a la Alcaldía de Bogotá. Asprilla regresó.
Se dio cuenta de que toda la ropa que tenía la había comprado Luz Elena. La mujer respondía por todos los detalles elementales de su vida. Ahora tiene una sobrina que paga sus cuentas y organiza la casa, pero no tiene una empleada que tienda su cama y haga el desayuno. El Alcalde encargado no tiene tiempo para limpiar el baño.
Desde la muerte de su esposa no volvió a ahorrar, porque ahora vive su vida día a día, pensando en hoy, y no tanto en el futuro. No es que se haya enloquecido con sus gastos personales, pero ahora tiene consciencia de que la vida se acaba. Antes tenía la costumbre de esperar una ocasión especial para estrenar algo nuevo. Su esposa, en cambio, se estrenaba todo apenas lo compraba. Hoy él sabe que ella tenía razón. El peso de la ausencia es muy grande, y Asprilla se pregunta cuándo dejará de dolerle.
Cuando tenía veinte años y estudiaba Derecho en la Universidad Nacional conoció a Luz Elena, quien estudiaba enfermería. A los tres días de haberse conocido se fueron a vivir juntos, y antes de cumplir sus veintiún años, tuvieron a su primer hijo. Pocos años más tarde tendrían el segundo. Asprilla cuidaba a su bebé la mitad del tiempo, y la otra mitad estudiaba. En esa época no había pañales desechables, así que el Alcalde encargado lavaba pañales a mano, y llevaba a su hijo a la guardería en buseta.
Al alcalde (e) no le molesta que le digan guerrillero, siempre y cuando sea desde una perspectiva histórica.
Se declara la misma persona que era durante sus días en el M-19. Tiene los mismos ideales y lucha por la misma causa. No es difícil entender que sus ideas estén tan arraigadas: comenzó su militancia política con tan solo catorce años. Tenía un grupo de compañeros en el colegio con quienes se reunía a leer a Marx, Mao y Lenin, entre otros. Cuando llegó a la universidad, a los 17 años, ya estaba formado políticamente.
Ha aprendido a ser menos maximalista. Entendió que las cosas se construyen gradualmente. Dice que antes era todo o nada. Su equipo de trabajo asegura que con él no hay tonos grises.
No le molesta que traten de ofenderlo diciéndole guerrillero, siempre y cuando el ataque se haga desde una perspectiva histórica. Sin hablar en primera persona en ningún momento, Asprilla cuenta que el levantamiento en armas contra el Estado se debió a razones muy claras. Lo consideraban plenamente justificado. Siempre hubo un criterio humanista, pero la lucha armada se degradó cuando perdieron la superioridad moral. Hoy en día, para gran parte de la población, el término guerrillero tiene una connotación negativa. “La degradación de la guerra ha sido terrible en Colombia y en todas partes”, dice.
A pesar de haber cargado un arma de fuego, jamás disparó contra otra persona y nunca estuvo en el monte. Hacía parte de lo que puede llamarse el ala intelectual del M-19. Muchos dirán de quienes se quedaban en la ciudad que eran menos valientes que los que iban al monte, pero algunos militantes del M-19 aseguran que la ciudad era mucho más peligrosa porque se estaba más expuesto. Por motivos de seguridad, todos los militantes tenían un alias. El de Asprilla pudo haber sido Miguel, pero la memoria le falla y ya no está tan seguro.
Guillermo Asprilla y Gustavo Petro se conocieron antes de la desmovilización del M-19. Ambos hombres son callados, observadores, analíticos, tímidos e inteligentes. Petro se ocupaba de la educación política de los guerrilleros en el monte. Los unen las mismas identidades políticas y la creencia ciega en la democracia. Su paso por el M-19 los convirtió en hermanos y no es de extrañar que luego de la desmovilización, y después del período en que Asprilla se dedicó tanto a la academia como a atender litigios populares, volvió a vincularse en política como escudero de Petro en el Comité Ejecutivo del Polo Democrático. Además de sus intelectos, los une la costa colombiana. Cuentan sus amigos que cuando Petro se emborracha habla con acento costeño. Asprilla es chocoano.
Los años han ido dejado la marca que deja el agua salada sobre las piedras en la arena en el Alcalde encargado. Hoy sufre de radiculopatía, la pérdida o disminución de la función sensitiva o motora de una raíz nerviosa, que en su caso ha afectado la pierna izquierda, quitándole sensibilidad, movilidad y fuerza. Este mal solo lo soluciona la terapia física, Asprilla tiene una sesión diaria, de dos horas, que no le deja energía para más esfuerzo físico. Por esta razón hace un mes usa un bastón al cual le ha costado mucho trabajo acostumbrarse, lo hace sentir vulnerable y afecta su ego.
Nunca le ha tenido miedo a la muerte, pero es consciente de los riesgos que han enfrentado Petro y Angelino Garzón. Se arrepiente de no haber tenido en cuenta el paso del tiempo. “Uno tiene una imagen de uno mismo distinta a la real. Uno siempre se considera joven. Toda la vida hemos trabajado como locos, pero la edad cobra factura”, dice con una seriedad preocupante. Comenzaron a salirle canas hace cuatro años y las detesta.
Vivió en un ambiente político toda la vida, pues su padre estaba vinculado con la clase política conservadora del Chocó. Al niño de madre blanca y padre negro lo acosaban en la primaria por parecer blanco. Más adelante, en Bogotá, lo acosaron por ser negro. Hoy es un hombre irascible que requiere de un proceso racional para calmarse. La rabia ciega aún se le nota en la mirada. Siempre tiene alguien a su lado diciéndole que no se deje provocar. Ese es su talón de Aquiles.
El Alcalde encargado no está cansado, está agotado, pero entiende que no puede ni tiene derecho a cansarse, pues es mucho lo que hay por hacer. Hace un año no tiene vacaciones y deberá esperar otros seis meses para visitar a sus hijos, quienes estudiaron en Suiza y hoy son profesionales.
Casi nunca sale de la Alcaldía antes de la media noche y solo duerme cinco horas al día. Cada mañana lucha contra el despertador, quisiera quedarse en la cama. Los cerros orientales de Bogotá decoran su ventana, pero Asprilla no tiene tiempo ni para dejarse inspirar. El fin de semana se despierta a las 7:00 a.m., y se queda dando vueltas en la cama. Pero tiene que levantarse. Su meta es conducir el país, para ello debe pasar con excelencia la prueba de Bogotá.
Mientras siga habiendo tabacos cubanos Cohiba, el Alcalde encargado, a quien solo unos pocos se atreven a llamar ‘Guille’, sonreirá un poco, solo un poco, lo suficiente para demostrar que está muy complacido.