Hace menos de tres semanas, el presidente Xi Jinping caminaba con largas zancadas por el escenario ante un público que lo idolatraba en el Gran Salón del Pueblo en Pekín, mientras hablaba de sus logros al frente de China a lo largo de un año agitado y prometía tener avances “históricos” en 2020.
“Todos y cada uno de los chinos, todos los que pertenecen a este país, deben sentirse orgullosos de vivir en esta fantástica era”, afirmó al recibir una ovación, justo un día antes de la celebración del Año Nuevo chino. “Ninguna tormenta, ni ninguna tempestad detendrán nuestro avance”.
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Xi no mencionó el nuevo y peligroso coronavirus que ya se había apoderado de manera persistente del país. Mientras hablaba, el gobierno estaba poniendo en cuarentena a Wuhan, una ciudad de once millones de habitantes, en un intento desesperado por detener la propagación del virus desde su epicentro.
La epidemia por coronavirus, misma que hasta el domingo había cobrado la vida de más de 800 personas en China y enfermado a decenas de miles más, sucede cuando Xi ya ha enfrentado una serie de desafíos: una economía en desaceleración, protestas de gran magnitud en Hong Kong, unas elecciones en Taiwán que evidencian el rechazo a Pekín y una prolongada guerra comercial con Estados Unidos.
Ahora, Xi enfrenta una creciente crisis sanitaria que también es política: una prueba de gran alcance al sistema autoritario que ha construido en torno suyo a lo largo de los últimos siete años. Mientras el gobierno chino tiene problemas para contener el virus en medio del descontento cada vez mayor de la población por su desempeño, los cambios que ha introducido podrían dificultarle eludir la responsabilidad.
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