Los gritos de las víctimas de descuartizamiento es algo que Ramón*, quien hizo parte de una ‘casa de pique’ de Buenaventura, nunca podrá olvidar.
La primera vez que cogió un arma tenía 17 años. Era un revólver calibre 38. No era suyo. Uno de los líderes de la comuna cinco donde nació y creció se lo entregó, supuestamente, para que se lo guardara en su casa. Lea también: Estas son las bandas criminales que azotan a Colombia.
Él, sin saberlo, al haber recibido el arma estaba firmando su entrada a un grupo criminal dependiente de ‘Los Urabeños’, una peligrosa banda que nació tras la desmovilización de los paramilitares y que se pelea el control de gran parte del territorio nacional. En Buenaventura, tierra de Ramón, la guerra es contra ‘La Empresa’, otra sangrienta banda de exparamilitares.
Ramón nació en uno de los barrios más pobres de Buenaventura, en la Comuna Cinco. Desde que empezó la disputa a sangre y fuego por el sector, esta comuna ha sido una de las más complicadas en materia de seguridad. Lea también: Lo que la abogada Paola Salgado dijo antes de salir de prisión.
Ramón es negro. Aunque solo tiene 22 años sus grandes ojos oscuros reflejan tristeza, desconfianza y vergüenza. El miedo también es una sensación que lo acompaña y se refleja en el cuidado con que modula sus palabras. No se siente cómodo con algunas preguntas que se le hacen acerca de su pasado y mucho menos con aquellas que lo dejan en evidencia como uno de los asesinos de personas en las llamadas ‘casas de pique’ de Buenaventura. Lugares y práctica que, según él, siguen existiendo; muchas veces, también dice, con permisividad de las autoridades.
Hoy en día Ramón hace parte de un grupo artístico y cultural que intenta mediante la música, cuando los diferentes grupos ilegales lo permiten, llevar un mensaje de paz y esperanza a los barrios más conflictivos de Buenaventura. Desde pequeño le gusta cantar. Recuerda que tenía una buena voz y que era quien lideraba las presentaciones artísticas de la escuela, en donde solo estudió hasta séptimo grado. Lea también: La bruja que puso de rodillas a todo un pelotón.
Vivía con su mamá y sus dos hermanos menores en una casa de palafito: una humilde vivienda de madera construida a la orilla y sobre el mar. Su papá los abandonó cuando Ramón tenía unos cuatro años.
Mientras asistía a la escuela, su mamá trabajaba en casas de familia, lavando, planchando y aseando las residencias. Sus hermanos, antes de que pudieran ir a la escuela, eran cuidados por sus vecinas. A los 16 años Ramón se vio a sí mismo como el hombre de la casa. Pensó en que no podía seguir ‘desperdiciando’ su tiempo en la escuela mientras su mamá “se partía el hombro” para sacarlos adelante a él y a sus dos hermanos. Creyó que tendría que actuar como cabeza del hogar y ayudar a su madre, quien siempre le pedía que siguiera estudiando.
Trabajó como cotero un par de meses. Al regresar a su casa, "los malos", como hoy los llama, comenzaron a ofrecerle drogas. Sus amigos de infancia ahora eran los dueños del barrio. Ramón, seducido por el poder que veía en ellos, cedió a la marihuana y después al perico. Sus proveedores eran la gente de ‘Los Urabeños’. Esta relación de compra y venta se fue haciendo más fuerte hasta llegar a una supuesta amistad, en la que él creyó.
El joven inició con los trabajos más pequeños: control en la zona y patrullaje. A medida que iba pasando el tiempo fue ascendiendo y se dedicó a cobrar vacunas a los comerciantes del barrio asignado. Todos los habitantes de la zona lo conocían y ahora le temían. Se convirtió en la vergüenza de su madre.
Ramón dice que al saber que el siguiente paso que tendría que dar dentro de la organización, para demostrar lealtad y compromiso, era el homicidio, intentó huir. Jura que no quiso hacerlo. También jura que fue inevitable.
La primera vez que Ramón participó en el descuartizamiento a una persona fue a un joven de su misma edad. El pecado de la víctima fue cruzar una frontera invisible y no tener excusa alguna para haberlo hecho. Fue culpado de ser un espía o parte de ‘La Empresa’.
Hay algo que Ramón nunca podrá olvidar y son los gritos de sus víctimas. Llora cuando recuerda que mató y ayudó a matar a decenas de hombres y mujeres durante los casi tres años que hizo parte de ‘Los Urabeños’.
A ese joven que asesinaron lo llevaron para una casa en bajamar, es decir, las construidas sobre el lecho del agua, en la Comuna Cinco. Ramón fue elegido con dos compañeros más para cometer el asesinato. “Uno no puede hacer eso en sano juicio. Sabía que me tocaba y para poder hacerlo me drogué mucho”, comenta al mismo tiempo que esconde la mirada, baja la cabeza y seca una lágrima.
Empezaron por quitarle los dedos. El trabajo de Ramón fue quitarle la mano izquierda. En una mesa de madera, recuerda él, había un hacha, dos machetes y un par de cuchillos. Escogió el hacha. Para que la mano cayera al suelo tuvo que golpear con su arma unas cuatro veces la extremidad de ese joven que no paraba de suplicar a gritos que lo mataran.
Ramón hizo su trabajo, soltó el hacha y se fue para una habitación contigua. No soportó ver la sangre. Había cumplido con lo ordenado. Sus cómplices terminaron la tarea. El cuerpo despedazado del joven asesinado fue embalado en varias bolsas que terminaron de llenar con piedras para que se hundieran más fácilmente en el mar.
Los siguientes ‘piques’ en los que participó le resultaron más fáciles de soportar, recuerda. Fueron muchos. Según Ramón, las autoridades y mucho menos la prensa tienen las cifras oficiales de lo que pasa en los barrios.
“Lo que se denunció por televisión y lo que creó tanto escándalo en Colombia solamente es una pequeña parte de lo que pasa adentro de los territorios. La gente, amenazada en terminar desmembrado, como sus familiares, no denuncia ni la desaparición ni la muerte de los suyos. En la Comuna 12, un lugar olvidado por las diferentes autoridades, y donde la violencia es muy alta, siguen habiendo ‘casas de pique’, y nadie hace nada”.
Confesiones de un asesino de las 'casas de pique' de Buenaventura
Lun, 14/09/2015 - 14:48
Los gritos de las víctimas de descuartizamiento es algo que Ramón*, quien hizo parte de una ‘casa de pique’ de Buenaventura, nunca podrá olvidar.
La primera vez que cogió un arma tenía 17
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