Descubrí recientemente el verbo delicar, gracias a las dos últimas columnas de Daniel Samper Pizano en la plataforma de opinión de Los Danieles. Confieso que en Antioquia, desde donde escribo, nunca lo había oído; a lo mejor es una palabra rola, ya que Samper Pizano es bogotano y además ejerce de tal cosa. Le consulté a un amigo en la sabana y entiendo, por lo que me dijo, que el término tiene cierta connotación peyorativa; y si se escribe, pide comillas. Se “delicó” el fulano. Comoquiera que sea me parece un magnífico neologismo para los tiempos inquisitoriales que vivimos.
Hoy en día, al hablar o escribir tenemos que ir pisando cáscaras de huevo —cogiéndosela con papel de fumar, dicen en España— para no ofender a nadie. Vaya, para que no se nos “deliquen” alrededor. Esta semana, oí las explicaciones de una funcionaria de la alcaldía de Santa Marta quien, refiriéndose a un problema de aguas residuales que hay en la capital de Magdalena, decía que aquel asunto “afecta a los samarios y las samarias”. Ya damos por hecho que si no se acude al lenguaje inclusivo y convertimos el idioma en un galimatías absurdo, siempre habrá quien se ofenda.
Una muestra de que hemos llegado a esta situación delirante gracias a la cantidad de horas que tenemos hoy para el ocio o, como diría una abuela paisa de otros tiempos, a la falta de oficio, es lo que ha ocurrido con la pandemia de covid en España. Allí comenzó esa plaga del lenguaje inclusivo en castellano, y es tan exasperante que hasta tienen un ministerio encargado de dilapidar el dinero de los contribuyentes vigilando desviaciones machistas en el lenguaje cotidiano.
Pues bien, cuando la gente se infectaba por miles en el pico más alto de la pandemia, las víctimas del virus abarrotaban hasta los pasillos de los hospitales y el mal vistió de luto a miles de hogares españoles, a nadie se le ocurrió hablar de los infectados y las infectadas, los muertos y las muertas. Se estaban yendo al otro mundo como moscas y no había tiempo para pendejadas.
Pero está visto que estamos rodeados y que este mal llegó para quedarse. Para mí entran, además, en este éxtasis de mojigatería que vivimos por todas partes, la reciente iniciativa del presidente de México exigiendo al Rey de España que pida perdón por la Conquista de América; y el papa Francisco diciéndole a López Obrador, mediante un enviado vaticano, que sí, que muy mal que la Iglesia católica haya construido una catedral encima del altar en donde los aztecas le arrancaban el corazón a sus vecinos. Un presidente y un papa haciendo el ridículo, qué quieren que les diga.
¿Sabían ustedes que en algunos campus universitarios norteamericanos grupos feministas lograron imponer el fin de los aplausos en reuniones “porque se puede crear ansiedad a algunos asistentes”? Los aplausos fueron sustituidos por girar las manos en silencio. Semejante idiotez intentó ser importada a España por el movimiento neocomunista que surgió con el nombre de Podemos y hoy cogobierna desde Madrid con los socialistas. El “jazz hands” o movimiento subnormal de manos en lugar de aplausos, no tuvo allí mucho éxito…, por el momento.
El paroxismo de la tontería que nos invade son los llamados “espacios seguros” de las universidades norteamericanas, donde van a refugiarse quienes se sienten ofendidos por la llegada al campus de algún orador con quien no se está de acuerdo. Allí los estudiantes que se “delican” con la presencia de quien no piensa como ellos pueden interactuar con colegas de ideas afines, y no sentir que tienen que defender su identidad racial, sexual, de género, religiosa o política. Me extraña que aún no hayamos copiado la cosa por aquí, pero todo se andará. En Inglaterra ya lo copiaron. Si Georges Orwell levantara la cabeza.
Añoro los tiempos en que podíamos hablar y escribir como nos daba la gana y de lo que nos daba la gana. Cuántas obras maravillosas del ingenio creador del ser humano se habrían perdido si nuestros antepasados hubiesen tenido las cortapisas que le estamos poniendo hoy a la vida cotidiana. Qué tal que Nabokov hubiera atendido a los remilgos de nuestro tiempo cuando se sentó a escribir Lolita.
Vivimos en medio de una ambición totalitaria de sancionar hasta el más mínimo acto de desafío a los colectivos protegidos por el sistema de corrección política. Y por cansancio, por agotamiento, lo vamos aceptando hasta que terminemos presos de esa tiranía. Si no es que ya lo estamos.