No muere el fútbol con Maradona, como afirman los hiperbólicos argentinos. Al contrario, es tan fuerte y dominante en sus estructuras pasionales, que no ha sucumbido al egoísmo de los dirigentes, a la violencia, a los futbolistas tramposos y a los mercaderes de talento, como explotación humana.
Es difícil disociar las habilidades en las canchas, con la vida cotidiana, así, en el caso Maradona, haya sacudido el mundo con su desbordante talento.
Tras las sentidas notas luctuosas por su partida, ha reaparecido el juicio público implacable. Su mundo de fantasía, o una horda destructora. Su pecho inflado de orgullo, como artista único en los escenarios, y el despojo humano, balbuceante, sin movilidad, títere de intereses de un entorno sin sentimientos.
La tumba le dará el sosiego que su vida le quitó, después del ridículo sainete de su despedida, en el que confluyeron sentimientos de patria y llantos fingidos de bufones de un rey.
El pie izquierdo de un crac, la vida con todas sus contradicciones, con caídas y ascensos, para construir un mundo de fábula, en contravía de principios éticos y morales, como el peor camino para la sociedad.
No murió el fútbol con Maradona, como voces desbocadas nos quieren dar a entender. Como no murió nuestro fútbol con Andrés Escobar, estrella en viaje eterno, recordado por sus cualidades futboleras y su ejemplo para la juventud.
Maradona encontró la luz al final del túnel… la luz eterna de Dios, a quien, en publicitada herejía, "le arrebató una mano" para justificar la trampa más deshonrosa del balompié.
El fin de su existencia turbulenta, entre conspiraciones, arrebatos de fama, delirios de grandeza, complejos de persecución y hazañas futboleras. Ya no será prisionero de sí mismo, ni de su espíritu en conflicto.
Leyenda inolvidable, que en vida pudo ser, (no es ironía), presidente de su país.