La lluvia de los recientes días me hicieron cometer una especie de pecado mortal en el último par de semanas de cuaresma, que quise remediar con contrición antes del triduo pascual: dejé sin lavar el carro, a pesar de haber salido a carretera en el puente de San José con la consecuente suciedad de dos recorridos de cerca de tres horas.
Digo que es un pecado mortal porque procuro mantener en buenas condiciones mecánicas y en buen estado el vehículo en el que a diario me desplazo, no solo porque siento que el auto me representa a mí, sino porque es una inversión que aunque tenga una devaluación con cada kilómetro que recorra, nada distinto a mi propio trabajo me permitió tenerlo.
Redimirme de ese pecado mortal, es decir, mandarlo a lavar, era la única alternativa. Y como a lo largo del tiempo he identificado sitios en donde lo hacen de forma descuidada o de afán, tengo claros, también, un par de lavaderos en donde, por el mismo precio general, encuentro buen servicio con un resultado satisfactorio. Poco imaginé que allí encontraría el motivo para esta reflexión que les traigo ahora.
Pasada una media hora y cuando se suponía que el aseo del chasís y la estructura de abajo estaba completo, veo pasar a la persona que coordinaba la operación y buscar, luego de mojarse las manos, en rincones de los guardabarros y de otras zonas escondidas del carro.
Allí encontró bloques de tierra (terrones de barro seco) y le dijo al lavador que volviera a pasar por esas zonas. Lo increíble es que repitió la operación al menos unas cuatro veces más, inclusive cuando el lavador ya se disponía a bajar el carro del cárcamo al que lo había subido.
Me llamaron para que yo aprobara el trabajo y mientras yo revisaba “al ojo”, de nuevo el coordinador pasó su mano por otro sitio y encontró suciedad escondida. Fue cuando oí al lavador protestar por una supuesta persecución en su contra.
Discutieron acaloradamente el uno le gritó al otro palabras relacionadas con ciertas costumbres de la progenitora (impropias para la Semana Santa –las palabras y las costumbres–), se enardecieron y tal vez la cosa no pasó a mayores porque un agente de policía había llevado a lavar su moto en el mismo sitio y de reojo monitoreaba la situación.
Tras una suspensión de las labores de todos en una reunión rápida, el coordinador recordó una instrucción del dueño que les pidió hacer un buen trabajo para que los clientes quisieran volver. Miró a quienes esperábamos por los vehículos y nos señaló diciendo “ellos nos están pagando por un buen trabajo, tenemos que responderles bien, no robarles su plata”.
Ahí se ganaron la referencia en este escrito, en especial porque el lavador vino a preguntarme qué observaciones tenía yo, porque a él se la “estaba montando” el coordinador. Yo solo respondí que esperaba la mejor calidad del trabajo por el que estaba pagando. Y al menos por quinta vez volví a ver jabón, cepillo y agua por debajo de mi carro.
Terminaron, lo secaron, lo aspiraron y al entregármelo tanto el coordinador como el lavador expresaron sus disculpas y me subí al vehículo con el más resplandeciente chasís de toda Bogotá. Tanto que no quise llevarlo por la noche, que pintaba lluviosa, a una comida en donde viví otra situación, cuando un compañero de mesa pidió una carne muy asada y el mesero le respondió que por el estándar de calidad del restaurante no podían asarla más allá de tres cuartos…
Entonces recordé los criterios que sirven de base para evaluar los productos y servicios que adquirimos los consumidores: calidad, idoneidad y seguridad.
La primera se refiere a las características que han anunciado y que llaman la atención al consumidor para satisfacer su necesidad. Unos zapatos que se destrozan en la primera postura, el computador que no prende, el seguro que no cubre, serían el ejemplo perfecto para decir que el producto no es de calidad.
La idoneidad es la capacidad del producto de desempeñarse en el ambiente y las condiciones en las cuales el consumidor lo necesita. Por idoneidad, muchos consumidores se sienten defraudados, porque en el momento de hacer una compra manifiestan su intención y el vendedor les asegura que el producto va a funcionar, sin que pueda hacerlo.
Puede ser elemental el ejemplo, pero es algo así como si nos aseguraran que unos zapatos de charol son perfectos para trabajar en la finca ganadera. O si nos venden un sedan de gama alta cuando advertimos que necesitamos transportar ladrillos. En estos casos puede ser evidente para el comprador, pero sucede con otros productos o servicios.
La seguridad implica que el producto no represente peligro para el consumidor o para la sociedad o para el medio ambiente, así sea de calidad y sea idóneo.
Estos conceptos permiten ampliar la idea de cuándo y por qué reclamar, pero más aún de la necesidad de defender el derecho del consumidor a estar informado, porque en muchos casos, obviando el concepto de idoneidad, sacan excusas como “el producto sirve, si usted necesita otra cosa, ¿para qué lo compró?”.
Por desconocimiento, por pena, por quedar bien o por otras razones, nos acostumbramos a dejar pasar detalles en los productos que adquirimos o en el servicio que nos brindan. En algunos necesitamos asesoría de quienes conocen.
Con seguridad, no todos podremos decir cuál es el punto para que los frenos de un automóvil estén bien calibrados. Pero no es lógico que por esa asesoría pretendan que cada tres meses cambiemos las pastillas y los discos de esos frenos, porque significa que “algo” no han hecho bien porque esos elementos deben durar mucho más.
Alguien puede pedir la carne más asada de lo normal, así como hoy estoy invitando a los interesados en ver el aséptico chasís de mi carro a que lo disfruten conmigo. Son los gustos que cada quien se puede dar si luego de una transacción recibe un servicio de calidad que lo deja satisfecho. No nos resignemos. ¿Por qué, si estamos pagando?
@jgiraldo2003
Resignados a la falta de calidad
Sáb, 31/03/2018 - 08:00
La lluvia de los recientes días me hicieron cometer una especie de pecado mortal en el último par de semanas de cuaresma, que quise remediar con contrición antes del triduo pascual: dejé sin lavar