El arte del obituario

Mar, 28/01/2020 - 13:01
La lectura del último artículo de Mario Vargas Llosa sobre la muerte de Sir Roger Scruton me ha hecho reflexionar sobre el arte de escribir obituarios. El texto de Vargas Llosa no es exactamente eso
La lectura del último artículo de Mario Vargas Llosa sobre la muerte de Sir Roger Scruton me ha hecho reflexionar sobre el arte de escribir obituarios. El texto de Vargas Llosa no es exactamente eso, pero el muerto queda muy bien, como suele ser costumbre en estos casos. El Nobel peruano, sin embargo, dispensa elogios y reproches por partes iguales, cosa que está mejor. Dice del finado que era un gran humanista y también que era un retrógrado. Se le nota una gran admiración y afecto por Sir Roger, pero afirma que “era odiado universalmente por los intelectuales de su generación”. Bien por don Mario, no todos los muertos son santos, aunque sean nuestros amigos. Se cuenta que el poeta romántico inglés William Wordsworth, después de pasear por cierto cementerio, y de leer los epitafios de quienes allí descansaban, preguntó: “¿Dónde está enterrada la gente mala?” Y Ambrose Bierce, en su célebre Diccionario del Diablo, definió epitafio como “inscripción que, en una tumba, demuestra que las virtudes adquiridas por la muerte tienen efecto retroactivo.” Definición que, entre latinos, sería aplicable también a muchos obituarios. El periodismo anglosajón, que tiene tantas envidiables virtudes, cuenta –sobre todo en los diarios de prestigio— con escritores de obituarios más que solventes, que suelen hacer un análisis balanceado de la vida del difunto. Para estos profesionales del obituario, luteranos y calvinistas al fin y al cabo, el juicio final es un juicio de verdad, con lo bueno y lo malo. El pasado octubre, por ejemplo, se celebró en un suburbio de Chicago la V Conferencia de la SPOW, sigla que corresponde en inglés a la Sociedad de Escritores Profesionales de Obituarios, en la que se premiaron las mejores historias de los últimos años. Los premios de este gremio se llaman “Grimmies”, un juego de palabras entre grim (siniestro) y los premios Grammy. Profesionales de Estados Unidos, Canadá y Australia intercambian experiencias sobre sus técnicas de escritura, chismorrean sobre su profesión y consumen pasteles en las pausas que siguen a cada ponencia. “No tenemos alfombra roja ni tenemos que alquilar esmoquin o vestido de gala. Pero es un honor ser reconocido por colegas que saben cuál es tu trabajo y sus dificultades”, dijo Linnea Crowther, una de las premiadas en el evento. Precisamente esta semana también, he terminado la lectura de un libro sobre la lucha que sostiene hoy la prensa escrita por el paso del papel a lo digital, y la crisis que por esta y otras razones vivió uno de los grandes diarios españoles. El fugaz director de ese medio, David Jiménez, ajusta cuentas con colegas, políticos y empresarios que torpedearon su proyecto para mejorar el periódico. Los protagonistas --a algunos de los cuales el autor cita con nombre propio-- aparecen con alias fácilmente identificables para quien conozca algo el medio. Desfilan por sus páginas La Digna, El Artista, La Favorita, El Cardenal, Javi Dios, Richard Gere, Malaúva… y así alrededor de una docena de personajes mezquinos, resentidos y de poco fiar. Nombres que brillarán con cegadora luz --pensaba yo al hilo de la reflexión un poco siniestra de esta semana-- en futuros obituarios que serán redactados por colegas de una de las profesiones más corporativistas que existen, como es el periodismo. Al final de sus días, todos serán bellísimas personas. Por eso soy partidario de dejar esos textos en manos de expertos y no pasarnos de frenada en los elogios de colegas desaparecidos, que fácilmente pueden haber dejado más de una víctima en la gestión de sus asuntos. Un respetuoso silencio o un educado “lo siento”, quedan muy bien. No sea que en el vecindario haya alguien recordando las tropelías del muerto. Humanos somos.
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