El 14 de febrero de 2018 ocurrió el que hoy es considerado el peor tiroteo en una escuela de Estados Unidos: el de la escuela secundaria Stoneman Douglas, de Parkland (Florida). Este incidente de seis largos minutos dejó 17 muertos y 14 heridos. También tiene al presunto implicado, el joven Nikolas Cruz, de 22 años, a punto de enfrentar la pena de muerte si es declarado culpable.
Los discursos emitidos por chicos y grandes fueron desgarradores y tenían un elemento común: “esto tiene que parar”. Pero ¿cómo defender a los niños en sus escuelas, que teóricamente son el lugar seguro para ellos?
De acuerdo con Todd Drummond y su hijo, Donald Drummond, la respuesta podría estar en un pupitre blindado. Kienyke.com los contactó para conocer más sobre su idea y sobre su aplicabilidad en zonas de conflicto como Colombia. También poner en perspectiva la necesidad de un espacio blindado en un lugar protegido.
Mitigar el riesgo
Todd Drummond dedicó quince años de su vida a hacer investigación y desarrollo en balística y también se desempeñó como funcionario de recursos escolares, encargado de la reducción del crimen contra las escuelas. Su hijo, Donald, se desempeñó como teniente ingeniero en la Guardia Nacional del Ejército de Mississippi y hoy se dedica a dirigir la construcción de complejos hospitalarios en su país.
Padre e hijo compartieron el dolor nacional de aquella masacre de 2018 y concluyeron que los niños son muy vulnerables a los peligros y valdría la pena diseñar algún tipo de protección para ellos.
Entonces, decidieron poner en práctica sus conocimientos para desarrollar el Defender Safe Space Desk (pupitre de espacio seguro para la defensa). Se trata de un pupitre individual que permite al estudiante conservar una postura ergonómica en un día de clase ordinario, pero que tiene una compuerta que el estudiante puede abrir y cerrar desde adentro.
El pupitre puede ofrecer un refugio desde cualquier ángulo en caso de un desastre natural, abuso o matoneo. Sin embargo, su principal característica es que puede resistir cinco impactos de bala de una pistola de 9 milímetros. También sería el primer recurso en caso de que se active una alarma de emergencia; cabe recordar que Nikolas Cruz activó una alarma de incendios para forzar a los estudiantes de Parkland a evacuar el edificio, con lo cual se pusieron bajo su mira de forma inconsciente.
Según sus creadores, si ocurre un ataque armado, los pupitres pondrán a los niños fuera de la vista del tirador y darán tiempo a las autoridades para llegar al sitio y hacerse cargo. “En Parkland murieron 17 en seis minutos. Cada segundo cuenta para salvar vidas y queremos demostrar que estos pupitres dan minutos”, afirman.
La organización sin ánimo de lucro Defend Our Children, que se fundó para dar soporte al proyecto de estos pupitres, recibe donaciones para dotar de forma gratuita a las escuelas que así lo soliciten.
¿Se podría usar un pupitre como este en un entorno de conflicto armado, como es el caso de las escuelas colombianas? Tal vez. El Defender Safe Space Desk fue diseñado con base en las experiencias pasadas de tiroteos masivos de Estados Unidos, pero sería necesario investigar sobre el peligro de cada lugar para ofrecer una defensa equivalente.
“Necesitaríamos hacer una investigación sobre la situación particular, los eventos que ocurrieron previamente y otras variables antes de asegurar que el pupitre se ajusta a esa necesidad”, dice Donald Drummond. “En un área de combate activo, habría que considerar el calibre de las armas, la forma de operar del atacante y las medidas del pupitre. Eso podría ser costoso”, añade.
La escuela como lugar seguro
Sin embargo, un instrumento de defensa en una escuela es una propuesta insólita si se la mira en perspectiva. Las escuelas están protegidas por el derecho internacional humanitario porque son un bien civil y su existencia garantiza el derecho a la educación de los niños, así que no deben ser usadas como fortín ni ocuparlas para causar daños a estudiantes y profesores.
Además, las escuelas son frecuentemente usadas como albergue ante cualquier tipo de calamidad; cuando ni siquiera ese recurso está disponible para estar a salvo en tiempos de conflicto, ocurre el desplazamiento de toda la familia y la obvia deserción escolar.
Los niños dejaron de ser educados en sus hogares desde hace más de dos siglos y el colegio ha sido su segunda casa desde la revolución industrial. En ese espacio, los niños del mundo hacen sus primeras amistades fuera de casa y aprenden algunos detalles esenciales sobre cómo funciona la naturaleza, sus propios cuerpos y sus sociedades.
En algunas ocasiones, los pequeños estudiantes encuentran refugio por unas cuantas horas de las dificultades del mundo que los vio nacer pero no les ofrece demasiadas garantías. Esto es especialmente cierto en las escuelas rurales y en aquellas urbanas que atienden estudiantes con vulnerabilidades sociales y económicas.
Si en el hogar son padres sustitutos de sus hermanos más pequeños, trabajadores del campo o la calle, sujetos de violencias y aparentemente inmerecedores de un plato de comida, una ducha o una muda de ropa limpia, la escuela es el lugar seguro en el que pueden ser niños, recibir trato de niños y ser escuchados como niños. Por eso, un buen número de programas sociales para la infancia están orientados hacia las escuelas.
Es una situación grave cuando la escuela desaparece como lugar seguro para los niños. El caso más cercano es el rezago que dejó la covid-19: según datos de la Unesco, los cierres de escuelas presenciales en 2020 afectaron a cerca de 1.5 mil millones de niños en todo el mundo durante el primer pico de la pandemia, de los cuales 12.8 millones eran colombianos.
En marzo de 2021, 150 millones de niños en el mundo todavía no pueden volver a estudiar; ni siquiera en forma de alternancia. Sin embargo, el daño ya está hecho para muchos niños que perdieron todo un año de escolaridad porque no tenían acceso a las ayudas remotas. Ese año podría convertirse en dos o tres más, por cuenta de la crisis económica, o pudo ser el corte definitivo para el proceso educativo de niños en zonas de conflicto: el reclutamiento forzado, el abuso y el trabajo infantil son realidades que se recrudecen sin la presencia de ese espacio seguro.
Un enemigo inesperado en un lugar inesperado
Pero la escuela no solo puede tornarse insegura porque se cierra y abandona su misión social. Los niños también encuentran otros riesgos a diario: desde escuelas tan alejadas de casa que los fuerzan a arriesgar sus vidas para llegar, pasando por adultos que trabajan en la escuela y abusan de la confianza, hasta personas que invaden las aulas de clase con la expresa intención de lastimar a cualquiera que se interponga en su camino.
Por supuesto, en nuestra dolorosa historia hemos visto cómo se desdibuja toda convención y mandato: antes de la pandemia y en los puntos más álgidos de nuestros conflictos, los grupos subversivos se tomaban las escuelas rurales de Antioquia, los Montes de María y otras zonas del país. Ocupaban las escuelas para convertirlas en trincheras, destruirlas, reclutar a sus estudiantes y fulminar a quien quisiera defenderlos.
Es fácil pensar que estas crueles acciones están más asociadas a nuestra complejidad política y social que a la sangre fría de algunos ejemplares de la raza humana. Tristemente, y guardando las proporciones respectivas, incluso los niños de países industrializados encuentran peligros mortales en sus escuelas.
En los Estados Unidos, país que se precia de liderar las cruzadas contra el terrorismo en el mundo, los niños deben lidiar con la forma aterradora de terrorismo doméstico que representan los tiroteos en las escuelas. En algunas ocasiones, personas adultas buscan saldar cuentas personales e invaden la escuela para atacar a un miembro del personal. Otras veces, los adultos aprovechan la vulnerabilidad de los niños para sembrar terror.
Sin embargo, la mayoría de las veces, los verdugos de las escuelas de Estados Unidos compartieron aulas con sus víctimas: niños o adolescentes descargaron sus armas contra sus compañeros, excompañeros o docentes tras un altercado menor o como resultado de una seguidilla de frustraciones sin adecuado tratamiento.
La raíz del problema
Cada vez que ocurre un tiroteo masivo en una escuela de Estados Unidos, la impotencia se apodera de chicos y grandes y revive un viejo debate: ¿cómo proteger a los niños de quienes portan un arma y no saben usarla, o bien, de quienes invaden su lugar seguro y quieren hacerles daño?
La solución que se pone sobre la mesa más frecuentemente es ejercer restricciones sobre el porte de armas, como ocurre en muchas partes del mundo. En algunos países, incluido Colombia, una persona solo puede tener un arma legal con un permiso que acredite que su vida está en peligro. En otros, el salvoconducto no es más que un saludo a la bandera: un trámite para relacionar a una persona con su arma en el sistema. En algunos más —y esto es más común con las armas cortas—, tener un arma está sencillamente prohibido.
En Estados Unidos, la opción de regular el porte de armas es descartada tan pronto surge. El primer motivo que siempre se impone es de tradición: desde que fue escrita, la constitución de ese país es clara en señalar que todo ciudadano estadounidense mayor de edad tiene derecho a portar un arma.
El segundo argumento es el de la poca eficacia que ha mostrado la regulación de armas en otros países: en Colombia, donde la Fuerza Pública tiene el monopolio de armas legales, la delincuencia común y organizada se las ha arreglado para conseguirlas de forma irregular. La sociedad civil, según quienes defienden el libre porte de armas, queda indefensa ante quienes hacen caso omiso a las regulaciones.
Por supuesto, quienes están a favor de regular las armas tienen sus motivos: por ejemplo, pedir un salvoconducto podría garantizar que quien adquiera un arma tenga una buena salud mental, sepa usarla y almacenarla con responsabilidad. Un buen número de estudiantes que protagonizaron tiroteos masivos sustrajeron el arma de sus padres sin su permiso o recibieron una como obsequio pese a tener una condición mental sin tratar.
Asimismo, de acuerdo con los regulacionistas, algunas de las motivaciones para tener un arma se pueden desescalar: por ejemplo, los problemas mentales pueden ser tratados por profesionales a precios accesibles y las personas pueden apartarse del crimen con oportunidades educativas y laborales.
Mientras ese debate infinito se resuelve, la solución de la familia Drummond puede resultar viable para proteger a los niños, en forma aséptica e inmediata, de uno de los tantos peligros que pueden encontrar en el que debería ser el lugar más seguro para ellos.