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Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

¿Quién levanta la voz por los profes?

En Colombia, hablar de la protección al docente es casi un sacrilegio. Porque, claro, lo que vende, lo que “mueve” en redes y en noticieros, es el escándalo del maestro abusador, del profesor negligente, del adulto que vulnera a un niño. Y es cierto, esos casos existen, y deben ser condenados sin titubeos. Pero lo que no se dice —o se dice bajito, con miedo, con vergüenza— es que también existen muchos de docentes que han sido falsamente acusados, denigrados, humillados y arrastrados por el lodo de la opinión pública sin una sola prueba.

¿Y quién responde por eso? Nadie. El sistema guarda silencio. Las instituciones se lavan las manos. La sociedad observa con la misma facilidad con la que juzga. Y el maestro, el mismo que ayer celebraba el cumpleaños de un estudiante, hoy es visto como un posible peligro público, como alguien a quien hay que “vigilar”. Porque al parecer, enseñar ya no es suficiente; ahora también tenemos que defendernos.

Muchos creen que el maestro vive en el aula, entre paredes y carteleras. Pero el maestro también vive con miedo. Miedo de que una palabra mal interpretada se convertirá en denuncia. Miedo de que una corrección justa sea leída como abuso. Miedo de que un estudiante inconforme o un padre colérico deciden, desde el enojo, arruinarle la vida.

Y eso no es exageración. Eso es real. Conozco colegas que han terminado en psiquiátricos, otros que han renunciado a su vocación, y algunos —tristemente— que han optado por el suicidio, porque no supieron cómo sobrevivir a una mentira amplificada por el eco del chisme y la indiferencia institucional. Todo por una acusación sin pruebas, por una calumnia dicha con rabia y repetidas sin responsabilidad.

Recientemente conocí la historia de la profesora Tere, en México. Una madre la acusó de negligencia por faltar al aula. No mencionó que la profesora atravesaba una cirugía, que tenía incapacidades médicas legales, ni que había intentado ser reubicada para no afectar el grupo. No. Bastó un post en redes sociales para manchar su nombre. Y cuando el sistema no actuó como la madre quería, organizó una campaña de desprestigio y hasta impulsó una demanda colectiva. ¿La respuesta? Una propuesta de ley que busca proteger al docente inocente, castigar las denuncias falsas, y brindar apoyo emocional y legal a quienes sean víctimas de difamación. A esa propuesta la han llamado, con justicia, “Ley Tere” .

¿Y en Colombia? Aquí nos quedamos en silencio. Aquí preferimos no meternos. Aquí, al maestro se le protege solo si tiene sindicato, solo si grita, solo si aguanta. Pero, ¿y los docentes de instituciones privadas? ¿Y los que no están afiliados a ningún grupo? ¿Y los que simplemente quieren enseñar y dormir tranquilos?

Nos hemos obsesionado —y con razón— con proteger los derechos de niños, niñas y adolescentes. Pero se nos ha olvidado que esa protección no puede construirse sobre el sacrificio de los derechos del docente. Una sociedad que no respeta a sus maestros está condenada a educar desde el miedo, no desde la confianza.

No se trata de impunidad. No se trata de blindar al maestro que hace daño. Se trata de no linchar al que no lo hizo. De creer también en la presunción de inocencia. De acompañar al docente víctima con la misma fuerza con la que condenamos al victimario. Se trata, en fin, de equilibrar la balanza.

He visto acusaciones injustas. He oído el susurro que calumnia, la mirada que juzga sin preguntar, el padre que grita sin saber, la madre que cree que el docente es su empleado. Hay cientos silenciados por temor, por vergüenza, por agotamiento.

No podemos seguir educando desde la trinchera. No podemos seguir entrando al aula como quien entra al campo de batalla. Necesitamos una política de Estado, una legislación clara, un pacto social que entienda que educar no es un privilegio, es una responsabilidad compartida. Y que quien educa, merece garantías, respeto y dignidad.

Hoy no pido compasión. Pido justicia. Y si al terminar de leer esto siente que algo de razón tengo, levante también su voz y no le pido que sea lambón o lambona con el docente, pero si agradézcale por el trabajo que hace. Porque tal vez, algún día, sea su hija, su hijo, quien decide ser profe. Y ojalá, para entonces, enseñar vuelva a ser un acto de amor… y no de supervivencia.

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Juan Pablo Manjarres
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