Esta vez fue Yan Dhanda. Hace unos días fueron Axel Tuanzebe y Anthony Martial. Antes de ellos, habían sido Alex Jankewitz y Romaine Sawyers. Le sucedió a Lauren James y también a su hermano Reece. El problema del fútbol con el abuso racista es tan pernicioso, tan constante, que, a veces, es difícil seguirle el paso.
Casi todos estos casos hacen eco de lo que Dhanda experimentó la noche del miércoles: se pueden cambiar los nombres y los detalles, pero los temas son los mismos.
Esa noche, Dhanda, de 22 años, jugó para su equipo, el Swansea City, en un partido de la Copa FA en contra del Manchester City. El Swansea perdió 3-1. Después del juego, Dhanda revisó su cuenta de Instagram. Y ahí, esperándole, había un mensaje privado abusivo y racista.
El incidente fue reportado a la policía de Gales del Sur. Tanto el Swansea como el Manchester City condenaron el abuso y prometieron ayudar en la investigación. Varias voces al interior del fútbol le brindaron su solidaridad y apoyo a Dhanda, tan solo uno de un puñado de futbolistas de ascendencia surasiática que participa en el más alto nivel del juego.
Esto es lo que sucede cada vez. En algunas ocasiones, el objetivo del abuso tiene el perfil lo suficientemente alto como para captar la atención del público. En otras, el futbolista no lo tiene. A veces, los medios informativos exigen medidas. A veces, no. De vez en cuando, el culpable es acusado o castigado. De vez en cuando, no.
El hecho de que estos incidentes sigan ocurriendo —habrá otro este fin de semana, y el fin de semana siguiente, y así sucesivamente: el deporte se hunde como nunca, pero de alguna manera nunca encuentra el fondo— es prueba suficiente de que ya no basta seguir las mismas reglas. Todos los comunicados de los clubes, las condenas oficiales y las etiquetas bien intencionadas en redes sociales no hacen nada en absoluto por contener el flujo del abuso.
Poco a poco, el fútbol está cayendo en cuenta de que hay un sentido de impotencia en el deporte. En meses recientes, las autoridades del juego en Inglaterra —y en toda Europa— han lanzado y vuelto a lanzar varias campañas, un intento por demostrar, en particular después de las protestas de Black Lives Matter del año pasado, que están tomando en serio este asunto.
Esta semana, fueron un paso más allá. En una carta que firmaron representantes de la Liga Premier, la Football League, la Federación Inglesa de Fútbol, los organismos que representan a los jugadores, entrenadores y árbitros, así como la organización de caridad antidiscriminación Kick It Out, y fue enviada a Mark Zuckerberg y Jack Dorsey, directores ejecutivos de Facebook y Twitter respectivamente, los pesos pesados del fútbol les exigieron a los gigantes de las redes sociales que “asuman su responsabilidad” por el odio publicado en sus plataformas.
Y tuvieron razón al hacerlo. El fútbol no es el primer campo de actividad humana, ni de ninguna manera el más importante, que haya encontrado preocupante la lentitud, si no es que la reticencia, con la que las empresas de las redes sociales han enfrentado la promulgación del discurso de odio y la responsabilidad por el contenido tóxico que posibilitan sus foros.
Twitter y Facebook —la empresa dueña de Instagram— no solo son los escenarios donde se pelea esta batalla; a propósito o sin querer, están ayudando a darle armas a un bando. Lo que podrían hacer quizá es más complejo de lo que parece a simple vista; por ejemplo, abandonar el derecho al anonimato podría ser desastroso para las personas que dependen de las redes para expresar su oposición frente a los regímenes represivos en todo el mundo.
Sin embargo, las empresas tienen la capacidad de bloquear cuentas, filtrar contenido, compartir con mayor facilidad los datos de los delincuentes con la policía. No es demasiado ambicioso pedirles que hagan algo.
Y, a pesar de todo, hay una ironía en el atractivo que le produce el fútbol a Silicon Valley. Durante años, las redes sociales han abdicado a su responsabilidad de vigilar incluso el contenido más discriminatorio bajo el argumento de que —en efecto— son el conducto, no la fuente. Siguiendo esa línea de pensamiento, el racismo no es un problema de las redes sociales; es social. Es justo la misma lógica cómoda que ha usado el fútbol durante tanto tiempo para excusar su propia inacción. En el caso del fútbol, no es que el deporte por sí solo sea un imán para los racistas. Es que ofrece un terreno rico en el que puede crecer todo tipo de malezas.
Su tribalismo inherente puede generar pasión, lealtad y amor, pero también puede arraigar odio, ira y desesperanza. En una época en la que el Reino Unido tiene un primer ministro a quien el uso de un lenguaje racista en el pasado no le impidió el ascenso al máximo cargo público de la nación, en la que el país ha estado cinco largos años en una guerra cultural atizada por el sentimiento antinmigrante y en la que la población ha pasado meses encerrada dentro de su casa, cada vez más frustrada y atemorizada, tal vez sea una triste inevitabilidad que el fútbol tenga que ser el respiradero para los pensamientos más oscuros e iracundos de la gente.
No obstante, si eso parece una razón para absolver al fútbol de su culpa —una reiteración de la idea de que el racismo es un problema social, no deportivo—, no lo es. El fútbol tal vez no es capaz de resolver el racismo pero, sin duda, puede hacer frente a la cultura más general de abuso que no solo ha dejado supurar, sino de la que también ha sido cómplice al cultivarla durante décadas.
Todas esas veces en las que los entrenadores culpan de la derrota al árbitro que tomó una decisión marginal. Todas las veces en las que los aficionados señalan a un jugador como el único responsable de una decepción. Todas las veces que los medios informativos declaran que un equipo está en crisis por haber perdido un par de veces, todos esos ciberanzuelos en los encabezados y opiniones que están diseñados específicamente para provocar, todas esas veces que leemos para odiar: no son amenazas de muerte, ni son abusos racistas, pero ayudan a mantener el medioambiente en el que se da bien ese tipo de amenazas.
Ahí el fútbol es responsable, ahí el fútbol —y la industria que lo rodea, de la cual, por supuesto, somos parte nosotros como periodistas y consumidores— tiene agencia. Está bien que el fútbol se ponga en contacto con los gigantes de las redes sociales. Está bien que el fútbol redoble esfuerzos para expresar una falta de tolerancia hacia el racismo, el sexismo o las amenazas de muerte en contra de los árbitros.
No obstante, para que todo eso pueda funcionar mejor, el deporte también debe buscar una pequeña reducción en su temperatura interna, ser consciente de los caminos por los que se deja arrastrar, preguntarse si es necesario tratar la derrota como un desastre, si podría hacer un poco más por inculcar un ambiente más sano, si debe seguir aceptando el abuso como la oscura consecuencia de la pasión.
Visitas cada vez menos razonables
Es difícil elegir el mejor ejemplo que encapsule el absurdo de todo. En este momento, podría ser el hecho de que el Atlético de Madrid viajará más lejos para su juego de “local” contra el Chelsea en la ronda de octavos de final de la Liga de Campeones —a celebrarse en Bucarest, Rumania— que para su juego de “visita”, el cual hasta ahora está programado para llevarse a cabo en Londres.
Sin embargo, según The Times de Londres, este evento podría ser desbancado los siguientes días por el choque entre el RB Leipzig, que jugará de local en la capital húngara, Budapest, y el Liverpool, que, para el juego de vuelta a celebrarse tres semanas más tarde, será local en… la capital húngara, Budapest.
En realidad, era inevitable que en algún momento las restricciones a los viajes relacionadas con el coronavirus que enredan a Europa alcanzaran las competencias pancontinentales de fútbol. De cierto modo, es alentador que en este momento los únicos afectados sean los equipos ingleses (el viaje del Arsenal para jugar con el Benfica ha sido reubicado en Roma, la visita del Manchester United a la Real Sociedad ahora es un viaje a Turín, y el Manchester City jugará contra el Borussia Monchengladbach en Budapest, al menos una vez).
Esto genera varias preguntas pertinentes. La primera, ¿cómo se puede justificar el uso de las reglas de los goles de visitante si nadie está realmente en casa? La segunda, ¿esto no tiene un impacto en la integridad de la competencia? Y la tercera —un tema recurrente, en lo que se refiera a la respuesta del fútbol frente a la pandemia—, ¿nadie se detuvo a pensar sobre esto antes de que ocurriera?
Es demasiado tarde, sin mencionar que es demasiado caro, considerar un formato alternativo para la Liga de Campeones y la Europa League, similar a los torneos especiales que se celebraron por única ocasión durante el verano pasado en Portugal y Alemania, pero es difícil evitar las sospechas de que esa habría sido la estrategia sensata bajo estas circunstancias.
Ambas competencias sobrevivirán, aprendiendo a golpes lo mejor que puedan, un testimonio de la determinación infatigable del fútbol por seguir adelante. Sin embargo, mientras más complejas se vuelven, más bizantinas y retorcidas tendrán que ser las medidas necesarias para mantenerlas, y, cada vez, nos preguntaremos más si vale la pena.
Por: Rory Smith