Venezuela sigue siendo un desafío persistente en el panorama global. Más allá de las desgastadas narrativas sobre sanciones, diálogos infructuosos y llamados a la resistencia, el país parece atrapado en un bucle de represión y deterioro. El régimen de Nicolás Maduro ha
demostrado una notable capacidad para adaptarse, aferrándose al poder mediante un sistema
de control basado en lealtades militares, recursos estratégicos y alianzas externas. Ante este
escenario, surge una pregunta fundamental que no puede ignorarse: ¿puede una solución
militar poner fin a la dictadura?
Esta idea, que en otras circunstancias podría parecer descabellada, ha ganado terreno entre ciertos sectores debido a la frustración acumulada. Sin embargo, la opción militar, aunque tentadora para quienes buscan una salida inmediata, encierra riesgos y consecuencias que podrían perpetuar el sufrimiento de los venezolanos y socavar la legitimidad de cualquier transición posterior.
El régimen de Maduro no es simplemente un gobierno autoritario. Es un sistema profundamente entrelazado con las Fuerzas Armadas, a las que ha convertido en el corazón de su estrategia de supervivencia. Los altos mandos militares, recompensados con concesiones económicas y control sobre sectores clave, como la explotación de oro, forman un bloque que no solo sostiene al régimen, sino que también bloquea cualquier intento de cambio interno. Mientras tanto, las alianzas con potencias externas como Rusia, China e Irán brindan un escudo económico y diplomático que desafía los esfuerzos de presión internacional.
Cualquier análisis serio debe reconocer que las soluciones convencionales, como sanciones y declaraciones diplomáticas, han tenido un impacto limitado. Esto no significa que la
intervención militar sea la respuesta, sino que subraya la necesidad de pensar más allá de las herramientas tradicionales. Una intervención militar, ya sea interna o externa, plantea preguntas complejas sobre legitimidad, viabilidad y consecuencias humanitarias.
Imaginemos un escenario donde una fuerza extranjera intenta derrocar al régimen.
En primer lugar, esto fortalecería la narrativa del chavismo de "defender la soberanía frente al imperialismo". En un país profundamente marcado por su historia de intervenciones externas, esta retórica podría galvanizar no solo a los militares, sino también a sectores de la población que, aunque críticos del régimen, desconfían de cualquier solución percibida como impuesta desde el exterior.
Además, la intervención no resolvería el problema subyacente de la fragmentación de la
oposición. Sin una alternativa política unificada y legítima, cualquier vacío de poder resultante de una acción militar podría convertirse en un terreno fértil para el caos. Las lecciones de Irak y Libia nos recuerdan que derrocar un régimen es solo el primer paso en un proceso largo y complejo.
Sin embargo, esto no significa resignarse al statu quo. Venezuela necesita una estrategia que reconozca la naturaleza única de su crisis y movilice un compromiso internacional coherente. Una opción que merece mayor atención es la creación de una fuerza multilateral de transición con un mandato específico, respaldada por la ONU y actores clave de América Latina. Esta fuerza no buscaría imponer un cambio por la fuerza, sino facilitar una transición ordenada hacia la democracia.
Este enfoque, aunque ambicioso, representa una ruptura con los modelos tradicionales de
intervención. No se trata de ocupar Venezuela ni de imponer un liderazgo externo, sino de
establecer las condiciones para que el país recupere su rumbo con legitimidad y estabilidad.
Una fuerza de este tipo podría garantizar la seguridad interna durante un periodo de transición, supervisar la redistribución justa de los recursos económicos y, lo más importante, crear un entorno donde elecciones libres y justas puedan llevarse a cabo sin temor ni manipulación.
El desafío es enorme, pero no imposible. El éxito de esta estrategia dependería de varios
factores: un consenso internacional claro, el compromiso de las democracias de América Latina para liderar el proceso y un esfuerzo genuino por parte de la oposición venezolana para unificar su visión y propuestas. Además, sería esencial evitar la tentación de convertir esta iniciativa en un instrumento de intereses geopolíticos, asegurando que se centre únicamente en los derechos y el bienestar del pueblo venezolano.
La historia de Venezuela no está escrita en piedra. Aunque las soluciones rápidas y los
discursos belicistas puedan atraer titulares, el verdadero cambio requiere paciencia, creatividad y un compromiso inquebrantable con los principios democráticos. Si bien la opción militar puede parecer una vía directa, en realidad corre el riesgo de perpetuar el sufrimiento de una nación que ya ha pagado un precio demasiado alto.
En última instancia, el futuro de Venezuela no dependerá únicamente de la presión externa, sino de la capacidad de su pueblo para reclamar su derecho a decidir su destino. Lo que la comunidad internacional puede y debe hacer es crear el espacio necesario para que esa voluntad se exprese y garantizar que no se pierda otra generación en el abismo de la dictadura.