James Rodríguez tal vez no tuvo de cerca un tetero en su nacimiento, sino un balón. Su destreza es innata y su destino irrevocable era el de convertirse en el mejor futbolista colombiano de todos los tiempos.
La historia inicial de James en nada se parece a lo alcanzado por el ídolo de todos. Soportó la separación de sus padres, cuando apenas tenía tres años y además, lo acompañaba la tartamudez, que poco a poco ha ido dominando, como lo hace su magistral zurda con el balón. Fueron épocas duras, pero con mucha acumulación de coraje para superarlas.
Por fortuna la tenía a ella, Pilar Rubio su mamá. Ella fue el pase gol de la vida para que James lograra lo impensado, alcanzara sus sueños y se encuentre en la actualidad batiendo todo tipo de récord que se le atraviesa.
“James David nunca quiso ser futbolista, el desde que nació fue futbolista” ha dicho su mamá cada vez que evoca los inicios del genio de la zurda. Con este contundente relato, el resto era apostar todo para que el niño brillara.
Su juego lo hacía con tanta propiedad, que es de suponer que, en el vientre de su madre, las patadas no eran el movimiento normal de un bebé en procura de nacer, sino que en su adn traía consigo, su verdadera vocación.
James comenzó a atraer miradas por su talento precoz, pero más allá de su prodigiosa técnica, había algo en su juego que no se podía medir con estadísticas ni trofeos. Había una cadencia, un tempo interior que parecía guiar sus movimientos. Cada pase, cada drible, cada remate tenía la precisión de un haiku, breve pero intenso, y la delicadeza de quien sabe que en el fútbol también se teje una narrativa, una historia que puede quedar impresa en la memoria colectiva.
En 2014, el mundo entero fue testigo de su consagración en la Copa del Mundo. Su gol de volea contra Uruguay, que más tarde sería elegido como el mejor del torneo, no fue solo una obra de arte por la perfección técnica del disparo, sino por la secuencia completa que lo precedió, como si todo el universo hubiera conspirado para darle a ese instante una resonancia poética. Fue una especie de revelación, un momento de epifanía en el que el fútbol y la belleza se fundieron en una sola entidad. Pero, además, salió goleador de ese mundial.
James no es solo un futbolista, sino un arquitecto de espacios y tiempos. Su capacidad para ver el campo, para anticiparse a los movimientos de sus compañeros y rivales, lo asemeja más a un narrador que a un guerrero. En sus asistencias se percibe un entendimiento profundo del juego como un relato compartido, donde cada protagonista tiene su rol, y él, como un director invisible, sabe cuándo intervenir para que la historia fluya.
Hay algo que va mucho más allá del fútbol y tal vez ni James lo dimensiona: su mayor contribución no sea solo en términos de goles o títulos, sino en la forma en que ha inspirado a generaciones de jóvenes colombianos, quienes ven en él la posibilidad de que el talento, cuando se acompaña de trabajo duro y perseverancia, puede abrir puertas que llevan más allá de las fronteras físicas y emocionales.
James ya no le tiene miedo al tiempo que le resta en las canchas, pues ya definió con su implacable zurda, el destino que desde niño construyó, todo lo que hecho hasta ahora, lo han convertido en un irrepetible.
No hay otro igual a James Rodríguez y tal vez no lo habrá en muchos años, son leyendas y éstas no caen del cielo todos los días, entonces somos la afortunada generación que hemos visto jugar al mejor futbolista colombiano de todos los tiempos.