Cada día que pasa aparecen motivos de sobra para que nos sintamos humillados y ofendidos. No recuerdo la trama de la novela de Dostoievski, pero su título ha quedado grabado en mi memoria de manera indeleble y no es extraño que sea lo primero que me llega a la mente cuando pienso en cómo nos sentimos los colombianos ante lo que ha venido ocurriendo en el melancólico momento por el que pasamos cuando cosechamos el fruto podrido de años de mediocridad en la gestión pública y de tolerancia excesiva, y hasta cobarde, de parte de nosotros los ciudadanos. Hemos caído muy bajo con el presente gobierno en el que cada una de sus acciones, impregnadas de corrupción y mala fe, no solo tienen como fin el satisfacer apetitos personales, sino que también buscan humillar y ofender a su pueblo como una estrategia de sumisión, la misma que vimos con cierta indiferencia como se les aplicaba a nuestros hermanos venezolanos es la que venimos padeciendo, de manera continua y sistemática, en los dos últimos años.
Estamos presenciando dos historias paralelas en las que sus protagonistas son, por una parte, una bella y valiente mujer y, por otra, un no sé qué que repugna. La primera es motivo de orgullo para su gente, el segundo es motivo de vergüenza. El contraste entre lo que está ocurriendo en Venezuela y Colombia se ha hecho más grande en los últimos días: mientras el pueblo venezolano, luego de padecer 25 años de tiranía, sale a las calles lleno de esperanza y fe en un futuro que le ha sido secuestrado, el colombiano baja la cabeza y se deja humillar de la manera más indigna para un ser humano. Las cosas son muy dicientes. Veamos: cuando tanto en Caracas como en Barinas, antiguo bastión del chavismo, el país vecino retumbaba anunciando un terremoto que ha puesto al régimen a temblar, en Colombia el mequetrefe que está en el poder mantenía la atención pública en sus aberrantes gustos eróticos lo que demuestra que para ofender a su nación no se requiere de gran cosa, apenas con sacar a la luz sus perversiones, esas que, por mínimo decoro, deberían quedar en el ámbito de lo privado siendo las marcas de su enfermiza personalidad. Si el asunto se limitara a un simple chismorreo vaya y venga, pero cuando lo que está en juego es la libertad, esa que en Venezuela luchan por recuperar y en cambio en Colombia no hacemos nada por defenderla, las cosas hay que mirarlas con mucha suspicacia. Ya sea que montara el show de Panamá por arrogancia o por esa inteligencia que algunos, inexplicablemente, le asignan, lo cierto es que con él logró desviar la atención, especialmente en las redes, de los graves casos de corrupción que salen a la luz a diario.
Contrasta en forma notoria la poca atención que se le ha venido prestando en Colombia al proceso venezolano mientras nos ocupamos de temas tan repugnantes tratados de una manera extremadamente vulgar, en algunos casos. El amarillismo ha tenido una fuente inagotable con el presente gobierno al que le importa muy poco lo que se diga con tal de mantener toda la atención. También el contraste es muy grande entre los protagonistas de las dos historias. Esos dos personajes, la bella dama y el no sé qué, sueñan para su país un destino diferente. El de ella es un sueño luminoso, el de él es una verdadera pesadilla. Si las cosas salen como las sueñan no será de extrañar que el flujo migratorio se invierta y los colombianos, muy pronto, estaremos buscando refugio en Venezuela.
¿Nos limitaremos a ser simples testigos o asumiremos nuestro deber histórico siguiendo el ejemplo de nuestros hermanos venezolanos? Lo que pueda ocurrir de aquí al 28 de este mes, día de las elecciones en Venezuela, no puede ser sino positivo, una suma de victorias en la lucha pacífica que desde Gandhi no se había presenciado en el mundo. Pero si el 28 el régimen comete el fraude colosal que tiene preparado puede llevar a una sublevación violenta que no quiero ni imaginar.