“Si no fuera por lo terriblemente perturbado que me siento, y porque sigo trabajando en medio de la mayor inquietud, casi podría decir que todo marcha a pedir de boca”.
Van Gogh
Me perdonaran, pero no puedo ocultar que el fútbol me sabe a cacho. Lo vine a descubrir la noche fría del pasado domingo justo al terminar de ver el partido en el que se jugaba la final de la Copa América, como todos ustedes bien lo saben. Fue como una revelación el descubrir que me causa el mayor desagrado el espectáculo del fútbol. Si fuera el juego en sí como el de las simulaciones, con las que me topé buscando dónde carajos ver el partido por internet, que me mantuvieron unos minutos absorto en ver como se jugaba limpiamente, sin patadas ni falsas caídas al piso, ni un árbitro de dudoso proceder, y sin una fanaticada enloquecida por entrar gratis a un estadio en el que mejor ver a Taylor Swift que a dos equipos del sur del continente disputándose una copa que poco o nada le interesa a los americanos, sería un espectáculo verdaderamente extraordinario.
Me sabe a cacho, definitivamente, y no voy a dedicarle en el futuro ni un minuto de mi tiempo a la búsqueda frenética que emprendí en Google y YouTube para encontrar donde poder ver el magno espectáculo. Porque ni soñar con ir al Parque de la 93 o a un bar, lo que habría sido una verdadera pesadilla. Tampoco quisiera pasar de nuevo, en un futuro hipotético en que “mi” selección, o la de ustedes, vuelva a disputarse una tan anhelada copa, esperando hora y media a que se le diese inicio, cosa que no cabría esperar de los gringos que se precian de ser tan puntuales. Pero eso de que decenas de fanáticos se encaramen en las rejas o presenten tiquetes falsos son cosas que pasan cuando se monta un campeonato en un país rico y poderoso que, si no fuera por los inmigrantes latinos dispuestos a pagar unos millones por una entrada y otros millones por el transporte, alimentación, estadía y unas buenas copas, sin duda, no se llenaría ni un estadio de pueblo con la poca afición al futbol que hay allá por esas tierras del norte.
Que me sepa a cacho el fútbol, algo tan inexplicable y antipatriótico, podría deberse a que, como Van Gogh, estoy pasando por una fuerte depresión que, lo he venido a saber ayer, no es por culpa de que Colombia perdiese el partido, ni porque hay un mequetrefe destruyendo mi país, ni porque me he comenzado a sentir viejo y cansado, sino porque es el resultado físico en mi cerebro del Parkinson que recientemente me han diagnosticado. Si no fuera por estas amargas circunstancias a las que se le añaden día a día otras de desagradable sabor, “casi podría decir que todo marcha a pedir de boca”. Mejor excusa no podría tener ante la blasfemia cometida diciendo que el fútbol me sabe a cacho tanto como me sabe a cacho el presente gobierno. Con eso sería suficiente y no tendría que apelar a cuestiones morales ni políticas.
Entiendo que ante una expectativa tan grande e inesperada de que “nuestro” equipo jugara una final de una copa sean muchos los no aficionados que se subieron al tren de un ilusorio triunfo, Así veo, por las redes, a señores y señoras que compartían sus fuertes comentarios políticos convertidos en verdaderos expertos en futbol. Qué si nos robaron uno o dos penaltis, que si el árbitro estaba comprado, que si esto y lo otro, mientras que las reformas desastrosas, la corrupción desbocada, los escándalos sexuales y otras terribles cosas se desvanecían en el aire porque el mundo del colombiano sería mejor, redimido por la magia del futbol, por la izquierda, no del mequetrefe, sino de James y porque nos sentiríamos gloriosos y ese sentimiento acabaría con la apatía que nos está consumiendo, y a mí en demasía; porque ni la paz total que está atrayendo, como un imán a su polo opuesto, la guerra total, ni siquiera la caída desastrosa de la economía tendrían importancia ante el triunfo apoteósico de “su” selección que también es la mía a pesar de todo.