Sir Thomas Lawrence

Jue, 06/01/2011 - 23:58
Por el penumbroso telón de fondo de la historia del arte han pasado artistas geniales que, debido a una u otra razón, comúnmente  a una vida demasiado corta, nunca llegaron a pintar sus obras maes
Por el penumbroso telón de fondo de la historia del arte han pasado artistas geniales que, debido a una u otra razón, comúnmente  a una vida demasiado corta, nunca llegaron a pintar sus obras maestras. También los ha habido que de jóvenes prometieron grandes obras, y que a pesar de haber tenido los medios y el tiempo, nunca lograron cumplir esa promesa. Ni la crítica ni el público han decidido aún si Thomas Lawrence, pertenece a los artistas buenos con mala suerte, o a los malos con suerte buena. Por eso, la obra de Lawrence se nos presenta como una incumplida promesa, o como una serie de logros fortuitos que no encierran promesa alguna. La historia de su infancia, sin embargo, apoya la primera interpretación, pues Lawrence no sólo fue precoz en la adquisición de su técnica, sino completamente autodidacta. Empezó pintando retratos para sostener a su endeudada familia, a la cual mudó consigo a Londres una vez había sido aceptado por la Royal Academy. Allí le fueron encargados retratos de la familia real, oportunidad incomparable para un artista tan joven. Los retratos, aunque no gustaron a la reina, fueron valorados por la crítica una vez expuestos en la galería. Y tal valoración consistió justamente en resaltar la promesa que los retratos encerraban, la cual, según confiaban los críticos, habría de cumplirse prontamente en cuadros más ambiciosos. Sin embargo Lawrence nunca dejó el retrato, y ese es el primer signo de la validez de la segunda interpretación. A pesar del apoyo dado por la Royal Academy, que terminó por nombrarlo presidente, Lawrence nunca quiso o pudo convertirse en el artista que todos esperaban. Continuó haciendo retratos de monarcas y de Papas, por los que cobraba cuantiosamente, y a través de los cuales conoció a las más atractivas jóvenes nobles de Europa, que lo perseguían. Aunque es cierto que la opinión pública suele equivocarse con frecuencia acerca del camino ideal de un artista, Lawrence tampoco decidió tomar un camino propio e inesperado, y sencillamente se quedó estancado, haciendo lo que ya a los nueve años sabía hacer. Nunca retornó los favores de las damas que lo cortejaban y nunca se casó. Vivió, además, acechado por las deudas hasta el día de su muerte, pero nadie ha podido dar con el origen de su quiebra, que debía ser importante dada la cantidad de dinero que recibía por los cuadros. Ni una vida nocturna agitada, ni un hijo natural en el exterior, ni una novia con apartamento a las afueras de Londres, nada. Vivía la vida de un monje pero pagaba la de un tahúr. Como en los personajes de las novelas Knut Hamsun, algo muy secreto había dentro suyo que no lo dejó nunca dar ese paso grande, y que lo relegó a esa vida gris y predecible que tanto se nota en sus retratos, en esos retratos de gentes igualmente grises, echadas desganadamente sobre poltronas como él mismo vivió echado sobre la vida.
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