El rostro desconocido de Tirofijo

Lun, 17/12/2012 - 05:11
Vestigio de legalidad de Pedro Antonio Marín, archivo revista Semana Es una fotografía anormal. Se trata de la imagen de la cédula de ciudadanía del fundador de las Farc, Manuel Marulanda Vélez, más conocido con el alias de Tirofijo. Y es rara, por una razón inmediata: aparece de saco de paño, corbata, la cara limpia sin rastro de bigote, no lleva gorra ni sombrero, y el cabello ordenado hacia atrás. Contraria la forma como se ha divulgado su imagen de líder guerrillero campesino, que hizo de la toalla un referente de su personalidad y un artilugio que llegó hasta la curaduría del Museo Nacional. Representación que se me antoja más coherente con su vida: nació en un municipio pequeño de Quindío en 1928, estudió hasta quinto grado de educación primaria, hizo todo tipo de trabajos para ganarse la vida hasta que se fue de su casa a los trece años. No conoció Bogotá (aunque fue sindicado de promover disturbios en el Bogotazo) ni otra ciudad importante de la Colombia de los años cuarenta, que no dista mucho de las de hoy, con sus suburbios en los que malviven desplazados, desmovilizados, los cinturones de miseria como colofón del conflicto doméstico. En la época de La Violencia (años 50) se rebeló junto a un puñado de colonos, campesinos y peones perseguidos por la doble autoridad de los dueños de la tierra y sus compinches legisladores. Y por extensión, de la de Dios y el Estado. Se trataba de un país parroquiano en el que no cabían “los otros”: la población afrodescendiente, los indígenas, las mujeres, los hombres de ideas avanzadas, y mucho menos los homosexuales o agnósticos. “Todos eran católicos, liberales o conservadores, hombres de familia…” (Humberto de la Calle, Caracol). Un país en el que no caben todos resulta por ser excluyente, dirigido o mandado por unos pocos, por quienes se acomodan al estereotipo de buen cristiano, hombre de bien, estereotipo que se reproduce en forma de censura en medios de comunicación como El Colombiano y cadenas radiales. Antonio Caballero escribió en su columna que “en este país siempre ha importado más la imagen que la realidad” (Semana, 2012). Lo importante no era acatar las reglas, sino fingir que se obedecen; lo primordial no es trabajar en finalizar la guerra sino evitar que se publiquen gran cantidad de malas noticias sobre Colombia. El doble rasero que se traslada a la moral pública: recoger los viciosos de la ciudad y encerrarlos en una zona de tolerancia, como se hizo en Medellín hace muchos años, o fingir urbanidad en la mesa o ingenio en las conversaciones como ocurría en los clubes sociales bogotanos, copia patética de la Inglaterra victoriana. “El sábado en los prostíbulos y el domingo en la Iglesia”, escribió un poeta antioqueño. El alias de "Tirofijo" se debe a la habilidad para acertar en el blanco al disparar con armas de fuego. Tirofijo no se rebeló contra los buenos modales, la urbanidad cachaca, o los estereotipos sociales. No los conocía tanto para querer copiarlos, fue un campesino inteligente que durante un poco menos de medio siglo puso en jaque al Estado colombiano. Además, era más realista que sus enemigos: “esta guerra no va a terminar cuando esté vivo” dijo en una entrevista en La Uribe, Meta en los años ochenta. Mientras que en cada posesión todos los presidentes aseguraban que en su mandato acabarían con las guerrillas, o que llegaría el fin de conflicto, unos mediante el diálogo, otros por la vía armada. Todos apostándole al cortoplacismo. En ambos casos, la promesa ha sido incumplida. La degradación moral de las guerrillas, sus actos insensatos, viles, indefendibles como el secuestro o el reclutamiento infantil o la toma y asalto a pueblos del país, sumados a los dineros infinitos del narcotráfico, han tenido un efecto recrudecedor del conflicto, y contraproducente para ellas mismas. Una implosión interna, la lucha por el poder, inherente a toda lucha armada, en especial civil y larga como la vivida en el territorio colombiano. En las Farc Marulanda terminó siendo una figura de precursor, pionero, alejado del control militar en cabeza de subalternos como “Mono Jojoy” o su hermano “Granobles”. En últimas, “el triunfo de Tirofijo fue que no lo capturaron ni lo mataron” (Molano, NatGeo, 2011). Murió de viejo en el 2008 en algún lugar de las selvas del sur del país, que supo de su muerte por un comunicado que leyó el hoy máximo comandante, Timochenko. Su vestigio único de legalidad fue esta foto que pocos reconocerían, porque en últimas es un falseamiento de la realidad: un campesino disfrazado de citadino, de hombre ejemplar, que haría parte de esos colombianos de bien y sus ridículos fetiches sociales. Algo que nunca fue, y que muchos fingen serlo. La apariencia y la incoherencia como realidad. Manuel Marulanda proviene de un antiguo líder comunista asesinado durante La Violencia, En Twitter @ferchorozzo
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