De lo que escribo cuando no se me ocurre nada qué escribir

Lun, 11/07/2011 - 20:02
¿De qué se escribe cuándo las palabras no pueden salirte de tu boca, cuando en tu mente solo se te fija una sola idea, una sola obsesión te invade, te quema los sentidos, te desvía, te saluda y c
¿De qué se escribe cuándo las palabras no pueden salirte de tu boca, cuando en tu mente solo se te fija una sola idea, una sola obsesión te invade, te quema los sentidos, te desvía, te saluda y cuando parece irse, está allí de nuevo? No puedes hacer nada. Todo sale justamente al revés de cómo lo planeaste. Los minutos parecen más largos de lo que eran, y los puntos suspensivos se suspenden, se congelan.  Hace mucho tiempo no me sentía así. Por eso mi ausencia. Yo también estaba ausente de mí. Mi terapia es escribir. Lo hago desde los 14 años, cuando descubrí una sensibilidad especial para tener plasmar lo que decía, lo que sentía en una hoja de papel. Confieso que soy tímida, que no me gusta hablar de más ni ser el centro de atracción en ninguna conversación. Por eso, a esa edad me refugié en un diario, después en cartas y luego en una agenda para escribir aquello que no podía (o no quería) decir. Escribir me sublima. Años atrás podía escribir una noche entera, a veces con la luz apagada y con la mente en blanco. Un ejercicio hechicero donde salían verdades y cosas que ni siquiera sabía que existían, que tenía, que padecía.  Ahora me cuido de eso. Puedo descubrir en mí muchas verdades que quizás hoy no quisiera saber. El lápiz y el papel me aclaran, pero también llevarme la contraria. Pueden mirarme de frente a los ojos y revelarme verdades que en la práctica quisiera ignorar. No podrá fallarme la memoria, pues todo está plasmado ahí, pero sí pueden fallarme las percepciones, las mentiras y las verdades que trato de decirme todos los días. Mis palabras no me mienten. Es mi terapia, digo, y a veces duele. La palabra escrita permanece. Los sentimientos pueden desvanecerse, con el tiempo, los amores olvidarse, los años correr. Pero lo que escribiste, ahí se queda. La palabra compromete para siempre. Hasta el más fuerte guarda por ahí alguna carta de amor fechada muchos veranos atrás. Yo tengo algunas, rotas por demás, pero ahí están. Tan cobarde fui que las rompí pero guardé sus pedazos. La palabra escrita es un pacto sellado con la eternidad, por eso no fui capaz de deshacerlas, de quemarlas, de enterrarlas. Están guardadas, rotas, esperando que algún día las arme de nuevo, como un rompecabezas empezado hace tiempo, esperando en un rincón cualquiera de la casa. Escribir no es difícil para mí. Puedo escribir ligeramente, como si la pluma se deslizara fácilmente por mis dedos. Creo que a los que pintan, a los que cantan, a los que bailan, a los que crean,  les pasa lo mismo: simplemente sucede. Lo que creaste se te revela y ya, ahí está. Yo tuve suerte:  me encanta escribir, pude estudiar en una universidad para que me enseñaran a hacerlo mejor y leo constantemente buscando mi perfección. La perfección. Sólo me gusta lo perfecto ¿es quizás esto una revelación? Lo entendí adolescente, ya lo dije. Cuando entré a estudiar Comunicación, paralelamente con las crónicas y los reportajes de cada semestre,  escribía en una agenda de color café. Se llama Almendras Amargas. Así la llamé cuando me enteré, en la primera página de El Amor en los tiempos del Cólera, que así olía el cadáver de un suicida. No soy yo la suicida. Fue mi mejor amigo, Luis, quien hace cerca de 10 años tomó una cápsula de cianuro y a mí me partió en dos la vida. Las almendras se partieron también, ese amanecer de septiembre, cuando él se fue y yo no pude despedirme. Mi duelo lo llevé, sola, con Almendras. Escribí los recuerdos frescos de nuestra amistad que seguro hoy no recordaría, escribí sus frases y canciones favoritas, escribí el dolor y la rabia por lo que había hecho, la tristeza de su ausencia, el dolor de no poder contarle lo que quería contarle, las alegrías y los amores que lo sucedieron, mi incapacidad de llorar y hasta las visitas que le hacía en Montesacro, el cementerio de tumbas iguales, donde por 5 años le llevé, siempre, margaritas amarillas. Ninguna pregunta se resolvió al escribir esa historia, pero tengo por lo menos el recuerdo de sus ojos de gato y  su sonrisa sublime intactos y escritos en mis propias palabras. Fue un duelo escrito y vivido desde la calma y desde la tempestad. Desde la desolación, desde el rumbo perdido. Cuando el duelo aún no había terminado, un año después apareció en mi vida el amor perfecto, el amor soñado de toda mi vida. Las cartas volvieron.  Las cartas flotaron, fueron y vinieron, a veces en forma de barco, adornadas con un perfume que hasta hoy descubro casualmente por la calle sin saber remotamente su nombre, con algunos pétalos de rosa adentro de un sobre amplio, con una caligrafía infantil y simple que aún me desconcierta. Llegó también con algunos fragmentos de Sábato que acabaron con mi corazón. Llegaron el día de mi cumpleaños. Sí, el día de mi cumpleaños ¿A alguien le han regalado sólo una carta el día de su cumpleaños? A mí sí.  Aunque muchas mujeres pondrían el grito en el cielo si eso llegase a sucederles,  para mí es el regalo más dulce que he recibido en mi vida. Ojalá la gente regalara cartas. Es un regalo verdaderamente eterno. Los amores, los años y los duelos pasaron. Cambié las cartas de amor  por las investigaciones, los hechos. Por la realidad, puntual y certera.  Entendí que es un peligro que tu historia esté rodando por ahí, escrita en un papel a la vista de cualquiera. Dejé descansar a los muertos y dejé morir los amores en la trivialidad del tiempo. Solté el lápiz y el papel para quizás olvidar el presente sin remordimientos. Pero el rumor del Caribe me jugó una broma un domingo reciente, helado, solitario y oscuro, cuando, sin querer, sin pensarlo siquiera, recaí. Renació sin miedo mi afán de escribir, de escribirme.  Esta vez no había dónde apuntar. Estaba la noche, él y yo, nada más. Pero mi mente, quizás para no olvidar, quizás para defenderse del olvido y de mi obsesión por olvidar, empezó a escribir en alguna parte de mi memoria los instantes que vivía ahí, en aquellos momentos sublimes. Cada segundo, cada sensación, cada silencio,  se transformaban en palabras escritas en mi propia mente, Fue irreal, lo confieso. Nunca me había pasado. Y nunca se me ocurriría escribirla tampoco. Isabel Allende decía que sus libros se escriben solos, que nunca sabe a dónde se dirigen ni qué van a hacer sus personajes al pasar un par de páginas. Quisiera algún día escribir así. Este post fue mi primer intento por  dejarme llevar, una vez más, por las palabras, sin miedo a que permanezcan en el parasiempre. No sé cuáles serán las consecuencias de este invento. Sólo sé que seguiré escribiendo, aún cuando piense que no se me ocurre nada que escribir. Twitter: carito97
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