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Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

La peligrosa moda de disfrazar los malos comportamientos de los niños

He visto una verdad incómoda: estamos volviendo el error un tema intocable. Hemos llegado al punto de que a los niños ya no se les puede decir que hacen algo malo, sino que "tienen aspectos a mejorar". Si golpean a otro niño, no es un acto de agresión, sino "una expresión no adecuada de sus emociones". Si incumplen una tarea, no fallaron, solo "no cumplieron expectativas". Todo hay que suavizarlo, todo hay que adornarlo. ¿Pero a qué costo?

Entiendo que el lenguaje positivo tiene su valor. Nadie quiere destruir la autoestima de un niño con palabras duras. Sin embargo, pretender que todo es matizable, que no hay errores sino "oportunidades de mejora", es peligroso. Estamos enseñando a nuestros niños y niñas que el error no es algo que se debe corregir, sino algo que podemos disfrazar para que no duela tanto. ¿Qué pasa entonces cuando crecen y la vida les exige rendir cuentas de manera directa y sin adornos?

Hoy nos duele admitir que un niño puede actuar mal. Parece que aceptar esto fuera un ataque personal contra su familia o su valor como persona. Pero no es así. Un niño no es menos valioso por cometer errores. Un niño no es malo por equivocarse. Lo que es verdaderamente grave es negar el error, justificarlo o ignorarlo. Porque si el error no se nombra, no se corrige. Y si no se corrige, se convierte en costumbre.

Hay quienes me dirán que no todo puede dividirse en blanco y negro, que el comportamiento humano es complejo, que hay muchos matices. Y claro que los hay. Pero no podemos caer en el relativismo total donde todo es "depende". Si un niño golpea a otro, hizo algo mal. Si ayuda a un compañero, hizo algo bien. Si insulta, está actuando mal. Si respeta, está actuando bien. Hay acciones que son correctas y otras que son incorrectas, aunque queramos ponerles nombres más bonitos.

No es difícil. Nosotros lo hacemos difícil. Nosotros, los adultos, somos quienes tenemos miedo de decir las cosas como son. Y al hacerlo, no ayudamos a los niños: los confundimos. Les enseñamos que todo se puede justificar, que no pasa nada si hieren, incumplen o irrespetan. Y eso, tarde o temprano, les pasa factura.

Aceptar que nuestros hijos y estudiantes pueden hacer las cosas mal no es un acto de odio, es un acto de amor. Es entender que los errores son parte del proceso de crecer, y que corregirlos a tiempo es la mayor muestra de respeto que podemos ofrecerles. No es necesario humillar. No es necesario etiquetar. Pero sí es urgente llamar a las cosas por su nombre.

Acompañemos, guiemos, enseñemos. Pero no maquillemos. La verdad, dicha con amor, duele menos que la mentira disfrazada que termina confundiendo. Necesitamos niños y niñas que sepan reconocer cuando se equivocan, no que aprendan a negar sus errores detrás de frases bonitas.

Educar también es poner límites claros. Y a veces, esos límites empiezan simplemente diciendo: "lo que hiciste está mal"… para después enseñarles con paciencia y ternura cómo hacerlo mejor.

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Juan Pablo Manjarres
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