“…había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir, con casi cuarenta años de retraso, los privilegios de la simplicidad”. Cien años de Soledad. Gabo.
De vez en cuando, cuando el caos de la capital amenaza con devorarme con sus gigantescas fauces de rutina y sus afilados dientes de tráfico, humo, ruido y gente; y me persiguen las deudas, los problemas en la oficina y la vida misma con sus necesidades cada vez más inventadas y rebuscadas por el mundo; me escapo como alma que lleva el putas al campo laborioso, pacífico y no tan lejano, en la tierra de mis ancestros.
A sólo dos horas y media por la salida del occidente, queda un pueblo pequeño –que no es Fontibón- perdido entre las montañas, olvidado por gobernantes, policías, políticos, y hasta por la misma gente que allí nació y que con el tiempo formaron vidas y hogares en Bogotá, y que muy casualmente recuerdan que allí están sus muertos, en el cementerio, sabrá Dios enterrados en dónde.
En La Sierra, caserío cercano al municipio de Quipile, zona rural de Cundinamarca, se respira el aire de libertad y descanso que hemos perdido y olvidado, quienes somos prisioneros de las urbes y su trajín. En el pueblo no hay cajeros automáticos, estación de policía, ni estación de gasolina, ni –gracias a Dios- estación de Transmilenio. Por eso su gente no se afana ni se mata por llegar primero, porque todos saben que al mismo lado algún día irán a llegar.
El verde intenso de la vegetación que arropa sus montañas expele el aroma puro de la naturaleza. La carretera, arreglada a medias y por tramos, -seguramente por algún ancestro campesino de los Nule- también descubre el olor a tierra, a excremento de vaca, de caballo, y de cuanto animal cruce por allí, brindando a los sentidos la esencia misma de la vida y la belleza exquisita de lo simple, lo común, lo sucio y ordinario.
Al galope de mis propios pasos, en solitario y en dirección a mi destino, voy viendo y saludando al campesino de sombrero y ruana, al jornalero de machete al cinto, a la mujer musculosa y heroína que sobre sus hombros carga bultos de maíz para sus gallinas, al tiempo que cría y educa a media docena de hijos desarrapados pero felices; y veo en ellos reflejadas mis raíces y me siento como en casa, a pesar de no ser de allí.
En la casa de mis familiares, donde tengo mi escondite de la persecución de la civilización, me reciben los viejos y escandalosos perros asmáticos, la viejecita -que es mi tía-, y los recuerdos de mi infancia en aquel lugar, cuando aquella casona me parecía la guarida de cuanto monstruo y espanto pudiera imaginar.
En aquel escondite me desnudo de los problemas, inseguridades, vanidades y banalidades, y me entrego por completo al descanso y al encuentro con ese niño, de aquella época, en aquel campo, que no pensaba en nada más que jugar y ser feliz. Y el olor de la leña en el brasero, del chocolate en agua, del café recién tostado, de la madera vieja y la tierra húmeda; explotan en mi interior como pólvora decembrina.
No hay información sobre La Sierra en Wikipedia ni en ninguna página web del Gobierno –más allá de mencionarla como una de las inspecciones que hacen parte de Quipile y darle un brochaso a su contexto general-. Y quizá es eso, su infamia, lo que la hace tan exquisita, tan pura y natural, tan alejada de ese cáncer de la civilización.
De vez en cuando, cuando me da la gana, me escapo allí y todo es paz y tranquilidad, hasta que llega el momento del regreso, y mientras voy llegando a la capital de nuevo -maldita seductora que en ocasiones también llego a extrañar- siento la respiración de aquel animal furioso y hambriento de mi existencia, que quiere tragarme entero en el aparato digestivo de su diario vivir caótico, y ya voy pensando en cuando será de nuevo ese cuando… para volver a escapar.
Cuando evado la persecución de la civilización
Jue, 05/12/2013 - 10:41
“…había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir, con casi cuarenta años de retraso, los privilegios de la simpl