Cuando Juan Ricardo Ortega se enteró de que un niño de 12 años había muerto en un colegio de Itagüí (Antioquia) por una enfermedad ósea, acelerada por la golpiza que le habían dado sus compañeros, se sintió identificado. Los recuerdos le hablaron de inmediato, pues él sufrió la misma crueldad y burla en el Liceo Cervantes de Bogotá.
Una sinovitis aguda en la cadera, que se recrudeció al cumplir 7 años de edad, y el crecimiento desmedido de sus brazos y pies, lo habían convertido en objeto de mofas. Su sobrenombre era ‘zancuda’ (un ave de patas y cabeza alargadas) que según sus compañeros se parecía a Ortega. El apodo se lo puso un compañero en segundo de primaria y lo acompañó hasta el último grado de bachillerato.
Ortega no olvida, por ejemplo, el día en que le celebraron un cumpleaños en el colegio de la peor manera. Sus compañeros de salón y alumnos de otros cursos le gritaban: “¡Ensalada!, ¡ensalada!”, mientras le lanzaban huevos y maicena, y lo empujaban de un lado a otro.
Una enfermedad que aceleró su crecimiento lo convirtió en objeto de burla de sus compañeros de colegio. Esto endureció su carácter.
Los altos curas Agustinianos, quienes dirigen el Liceo de Cervantes, desconocían el maltrato al que era sometido Ortega. Su familia, en especial su abuela y su mamá, se convirtieron en su soporte para sobrellevar los malos momentos que vivía. Por entonces su padre, un reconocido economista, trabajaba en el Banco de la República como asesor financiero y monetario.
Ortega creció aterrorizado. Los chistes, los empujones y las ofensas verbales eran el pan diario durante los dos años y siete meses que padeció la enfermedad. En ese tiempo, estaba tan débil que no podía tenerse en pie, ni levantar sus brazos para escribir. Su mamá lo llevaba cargado al salón de clases para que pudiera presentar sus exámenes.
Aparte de la sinovitis, Ortega tenía otra dificultad: la dislexia. Cuando pasaba al tablero solía escribir las palabras con varios errores de ortografía. Hoy en día, recuerda algunos de los más frecuentes: dividir con b larga, civilización con doble b labial y doble zeta. Según Ortega, un profesor en la universidad lo puso a escribir la palabra ‘dividir’ 100 veces, a manera de castigo. También tuvo que asistir a terapias de lenguaje en un centro especializado en fonoaudiología, en la Avenida Caracas de Bogotá con Calle 45. Aun así, era un alumno brillante, sus especialidades eran matemáticas y física.
En la gestión de Juan Ricardo Ortega la DIAN logró recaudar 2 billones adicionales que no tenían contemplado recibir.
Durante los 13 años que duró en el colegio, nunca tuvo un amigo. Al graduarse tenía la intención de estudiar física pura, pero su papá lo convenció de matricularse en Economía en la Universidad de Los Andes. Allí también lo bautizaron: lo llamaban ‘Palito Ortega’, como el cantante argentino de música popular.
Hoy, a los 44 años, este hombre que mide 1 metro con 95 centímetros es padre de cuatro hijos. Se ha casado dos veces, primero con Claudia Londoño, con quien tuvo un hijo, y luego con su actual esposa, Paola Ochoa, directora de la revista Dinero. Con ella tiene un niño de 1 año y nueve meses y 2 mellizos.
Su vida después del colegio se transformó. Consiguió las más altas calificaciones en Los Andes. Al graduarse realizó estudios de maestría y fue aceptado para cursar un doctorado de Economía y Desarrollo en la prestigiosa universidad de Yale (Washington). Fue asesor senior del presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Luis Alberto Moreno.
Su padre, Francisco Ortega, fue un reconocido economista y gerente del Banco de la República.
A pesar de sus éxitos, las secuelas del maltrato que sufrió lo han perseguido siempre. Según un reconocido economista colombiano, Ortega era visto en el BID como un arrogante y seco intelectual. Cuando regresó a Bogotá, dictó clases de microeconomía en la Universidad de los Andes. Allí era temido por los estudiantes, a quienes solía decirles “¿Cuándo van a usar su cerebro?”.
Estando en Bogotá, el recién electo alcalde Samuel Moreno le hizo una propuesta: manejar la Secretaría de Hacienda del Distrito. Ortega se empeñó en conocer a fondo las dinámicas económicas de una ciudad que cuenta con más de 8 millones de habitantes. La propuesta que presentó, tanto técnica como financiera, para gobernar desde el despacho de las finanzas de la capital, fue aprobada.
Su paso de un cargo distrital a uno nacional, se estaba cocinando. El recién posesionado ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, lo quería en su más cercano e íntimo círculo de colaboradores. Por eso el día en que Echeverry estuvo en Cúcuta conformando el equipo financiero del orden nacional, le hizo un ofrecimiento a Ortega: dirigir la Dian. Ortega aceptó y dijo ser la persona ideal para el puesto por ser el hombre más resentido del país. Echeverry, según personas que estuvieron ese día, exclamó sonriente: “este es el tipo que estoy buscando para el cargo”.
Durante su niñez padeció una enfermedad que le generaba dificultad para estar de pie e inclusive para alzar la mano para escribir.
Desde entonces ha dejado ver su ímpetu y mano dura con los evasores de impuestos. Una sencilla anécdota lo demuestra. Un día, en un almuerzo casual en hamburguesas El Corral, al momento de pagar, no le entregaron la factura. Entonces, Ortega ordenó de inmediato una auditoría a la empresa.
Justo cuando llega a casa, a la medianoche y luego de trabajar 18 horas, Juan Ricardo Ortega se reencuentra con su familia. Observa a sus tres hijos dormir y mientras en su cabeza escucha la melodía de su canción preferida: My favorite things de John Coltrane.
Para conciliar el sueño, en lugar de contar ovejas, desarrolla teoremas económicos y construye demostraciones matemáticas. En ocasiones lo asalta el miedo, pues no quiere que cuando sus hijos crezcan tengan que padecer el mismo maltrato que tanto lo atormentó. Esto le asusta más que los agrios debates que le esperan en el Congreso para sacar adelante la férrea Reforma Tributaria que el gobierno de Santos se ha propuesto tramitar.