A los 13 años dejó su casa para unirse a la guerrilla. Ahora, a los 15, Yeimi Sofía Vega yace en un ataúd, muerta durante una operación militar ordenada por su gobierno.
Algunos de los niños más pequeños de su pueblo, Puerto Cachicamo, encabezaron su cortejo fúnebre, y agitaron pequeñas banderas blancas mientras pasaban por delante de la escuela, con sus libros enmohecidos y sus bancos rotos, por delante de la clínica de salud cerrada y de sus pequeñas casas de madera.
“No queremos bombas”, coreaban los niños, marchando por un camino polvoriento hacia el cementerio. “Queremos oportunidades”.
Casi cinco años después de que Colombia firmó un acuerdo de paz histórico con el grupo rebelde más numeroso, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el conflicto armado interno está lejos de terminar.
Los pueblos remotos como Puerto Cachicamo aún no ven las escuelas, clínicas y empleos que el gobierno prometió en el acuerdo. Miles de combatientes de las FARC regresaron a sus filas, decepcionados con el acuerdo de paz, o nunca se fueron. Los asesinatos en masa y los desplazamientos forzados vuelven a ser habituales.
Y los jóvenes —atrapados entre un Estado a menudo ausente, el reclutamiento agresivo de los grupos armados y la capacidad armamentística de los militares— han vuelto a ser los objetivos más vulnerables del conflicto.
Eso quedó en evidencia este mes, cuando el gobierno bombardeó un campamento rebelde en un esfuerzo por eliminar a un líder disidente de las FARC de alto perfil, conocido como alias Gentil Duarte. El campamento resultó estar lleno de jóvenes reclutados por el grupo, y la operación mató al menos a dos menores, entre ellos Yeimi Sofía.
El ministro de Defensa, Diego Molano, culpó a los rebeldes de las muertes, y señaló que eran ellos los que transformaron a los adolescentes en objetivos del gobierno al convertirlos en “máquinas de guerra”.
La frase electrizó a la sociedad colombiana, y aunque algunos dijeron que Molano era contundente pero preciso, otros dijeron que era esta retórica —caracterizar a los niños pobres como enemigos del Estado, en lugar de víctimas de su negligencia— lo que, una vez más, empuja a los jóvenes a la guerrilla.
El reclutamiento de chicos ha sido común en las décadas de conflicto de Colombia. Ahora los rebeldes han vuelto a las andadas: se pasean por las plazas de los pueblos, cuelgan afiches de reclutamiento, dan dinero a adolescentes, encantan a las muchachitas y luego los convencen de unirse a la lucha.
El bombardeo también planteó cuestiones críticas sobre la responsabilidad en un país que aún enfrenta atrocidades cometidas por todas las partes durante un conflicto que dejó al menos 220.000 muertos: ¿Sabían las autoridades que había menores en el campamento? ¿Se lanzó el ataque de todos modos?
El pueblo natal de Yeimi Sofía, Puerto Cachicamo, a orillas del río Guayabero, se encuentra en la intersección de la cordillera de los Andes, la región amazónica y las vastas llanuras del país. Una de las características que lo definen es la ausencia casi total del Estado.
El servicio de telefonía celular nunca llegó. La escuela, dirigida por una organización no gubernamental, solo llega hasta el décimo grado. La clínica de salud cerró cuando su único enfermero se fue en medio de la pandemia. La ciudad más cercana está a cuatro horas de distancia por una carretera de tierra tan escarpada que incluso los vehículos más resistentes suelen quedar atrapados en sus fauces fangosas. Un viaje puede costar casi el sueldo de un mes.
Muchas personas son productoras de leche; algunas cultivan o recogen coca, el producto base de la cocaína, uno de los pocos cultivos rentables en esta región remota.
“Nosotros somos los peones del narcotráfico”, dijo un agricultor.
No hay comisaría de policía, y muchos residentes dicen que sus experiencias más memorables con el Estado son sus encuentros con sus soldados, que llegan periódicamente para erradicar los cultivos de coca o combatir a los rebeldes. En varias ocasiones, estos encuentros han terminado con medios de sustento arruinados y civiles heridos.
Antes del acuerdo de paz, las FARC tenían el control de esta región, castigaban a los pequeños delincuentes, cobraban impuestos y organizaban equipos de trabajo, todo ello bajo la amenaza de la violencia. También solían reclutar a los jóvenes.
En 2016, cuando las FARC firmaron el acuerdo de paz y se desmovilizaron, sus combatientes se marcharon en una flota de barcos por el río Guayabero.
Tres meses después, llegaron las disidencias de las FARC, dijo Jhon Albert Montilla, de 36 años, padre de otra niña muerta en el bombardeo militar, Danna Liseth Montilla, de 16 años.
En el pueblo de Danna, cerca de Puerto Cachicamo, un cartel gigante de las FARC cuelga ahora sobre la calle principal. En el restaurante que administra su abuela, hay carteles de reclutamiento de las FARC en todas las mesas.
“Ingresa a las estructuras de las FARC”, se lee. “Ven con nosotros en esta guerra de los pobres del mundo contra los ricos del mundo”.
Montilla dijo que los disidentes dejaron los volantes y nadie se ha atrevido a sacarlos.
Al firmar el acuerdo de paz en 2016, el gobierno acordó enviar ayuda a muchas zonas del país, lo que generó esperanzas en Puerto Cachicamo, dijo el presidente de la junta comunal del pueblo, Luis Carlos Bonilla. Pero la ayuda nunca llegó, al menos no en la cantidad necesaria.
Desilusionados, decenas de jóvenes de la región del Guayabero se unieron a la insurgencia desde que se firmó el acuerdo de paz, dijo.
Los reclutadores a menudo convencen a los chicos con las supuestas oportunidades y les dicen que tendrán armas de fuego, computadoras, una misión.
A veces, los padres dan un beso de buenas noches a sus hijos y despiertan para enterarse de que se han marchado.
La última vez que Montilla vio a su hija fue el 1 de enero, dijo. Danna, quien cumplió 16 años en octubre, era una aspirante a periodista que había empezado a trabajar con Voces del Guayabero, un grupo de documentalistas ciudadanos.
Justo cuando comenzó la pandemia, el gobierno había intensificado la erradicación de la coca en la zona, lo que provocó las protestas de los lugareños, que veían peligrar sus medios de subsistencia. Los camarógrafos de Voces se apresuraron en llegar al lugar.
Mientras los militares se enfrentaban a los manifestantes —disparando a varios civiles en diferentes encuentros— Danna se sentaba en una pequeña tienda, uno de los pocos lugares de Puerto Cachicamo con suministro eléctrico estable, editaba los vídeos y los subía a internet a través de una conexión débil.
“Pero, ella, las ganas eran de estar con nosotros en el terreno”, dijo Fernando Montes Osorio, camarógrafo de Voces que recibió un disparo en un enfrentamiento que le destrozó la mano para siempre.
Como Danna era joven, la mantuvo en la sala de edición, dijo. Pero hablaban a menudo. “Ella estaba concentrada en la idea de que las cosas tenían que cambiar”.
Entonces, un día de enero, desapareció.
Su padre dijo que creía que la violencia de la que fue testigo la había llevado a la guerrilla, y que su muerte probablemente crearía más ira, y empujaría a otros jóvenes a unirse a los combatientes.
“Los grupos armados van a fortalecerse cada vez más por todo esta represión”, dijo. “Si no hacemos que esto cambie, que haya una inversión, otra visión para nuestros hijos, aquí lo vamos a llenar de puros niños estos cementerios”.
No era la primera vez desde el acuerdo de paz que el gobierno asesinaba a menores en una operación militar.
El bombardeo de otro campamento de disidentes de las FARC en 2019 causó la muerte de ocho niños y adolescentes. Guillermo Botero, entonces ministro de Defensa, se vio obligado a renunciar meses después, cuando un senador de la oposición reveló que el ministro había ocultado a la opinión pública la edad de las víctimas.
El escándalo supuso una gran prueba para el recién instalado presidente Iván Duque, un conservador cuyo partido se opuso con vehemencia al acuerdo de paz.
Sus críticos dicen que su estrategia posterior al acuerdo se centra demasiado en la eliminación de los líderes criminales de renombre, y no lo suficiente en la aplicación de los programas sociales que se suponía iban a abordar las causas profundas de la guerra.
Sus partidarios han pedido paciencia. “Nosotros no podemos en dos años cambiar 56 años de guerra”, dijo el alto comisionado para la paz de Duque, Miguel Ceballos, en una entrevista el año pasado.
Doce personas murieron en la operación de este mes y todavía no está claro cuántos de ellos eran menores.
El bombardeo mató a diez personas, según los militares, mientras que dos murieron en enfrentamientos posteriores. La mayoría de los muertos identificados hasta ahora por la oficina nacional de medicina forense tienen entre 19 y 23 años.
Una vez que el cuerpo de Yeimi Sofía llegó al cementerio, su madre, Amparo Merchán, insistió en ver a su hija por última vez. Muy a su pesar, un vecino abrió el ataúd y cortó las capas de plástico en las que los funcionarios habían envuelto el cuerpo.
El pueblo guardó silencio ante los restos desfigurados de la niña. Pronto, la hermana de Yeimi Sofía, Nicol, de 11 años, empezó a llorar a gritos. Los vecinos la instaron a ser fuerte por su madre.
Más tarde, uno de los profesores del pueblo dijo que el personal de la escuela no se había atrevido a organizar un programa contra el reclutamiento. Hacerlo, dijo, los convertiría en “carne de cañón” para los rebeldes.
No está claro si el bombardeo de marzo fue legal, dijo René Provost, profesor de derecho internacional en la Universidad McGill.
Según el derecho internacional, los niños que se unen a un grupo armado pueden convertirse en combatientes y, por lo tanto, pueden ser atacados legalmente por los gobiernos.
Pero la ley también exige a los agentes estatales que investiguen si hay menores en un objetivo concreto y, en caso de que los haya, que busquen estrategias alternativas que puedan evitar a los niños, o que consideren si el valor del objetivo es lo suficientemente alto como para justificar la muerte de adolescentes.
“El derecho humanitario impone el deber de actuar con moderación en los ataques contra los niños soldados”, dijo, “y si se ignoran esos deberes, se abre la puerta a la responsabilidad penal de quienes tomaron las decisiones”.
En la circunstancia más extrema, si un gobierno no investiga y castiga a los responsables, el caso podría ser llevado a la Corte Penal Internacional.
En una entrevista, Diego Molano ministro de Defensa, dijo que el ataque se ajusta a los parámetros del derecho internacional.
En repetidas ocasiones declinó decir si los militares sabían que había menores en el campamento y dijo que en general era “muy difícil” determinar la edad de las personas ubicadas en un objetivo militar.
Pero también ha dicho que la presencia de niños no impediría necesariamente una operación de este tipo.
“Lo que tienen que tener en cuenta bandidos como Gentil Duarte es que no pueden seguir vinculando a jóvenes y esperar que así se limite el uso de la fuerza legítima del Estado”, dijo al diario El Espectador. “Hay que dar la protección a los niños cuando corresponde, pero también hay que hacer uso de la fuerza”.
En Puerto Cachicamo, Custodio Chaves, de 34 años, no ha visto a su hija Karen desde que desapareció hace dos años, cuando tenía 13.
Chaves dijo que fue reclutada por las disidencias de las FARC. Desde el ataque de marzo, la preocupación lo consume.
“¿Mi hija está herida?”, pregunta. “¿Sufrió o no sufrió? ¿Se la comió una bomba? ¿Está en pedacitos?”.
Duda que el gobierno se lo diga alguna vez.
Después de “miles y miles de mentiras”, dijo, “es imposible para uno creer en ellos”.
Por: Julie Turkewitz, Sofía Villamil y Federico Rios