Han pasado casi cinco años desde que J.S. de Brito, de 38 años y residente en la localidad brasileña de Breves, en el estado amazónico de Pará, inició una batalla legal para proteger a su hija y procesar al abuelo materno, de quien sospecha abusó sexualmente de la niña cuando apenas tenía dos años.
Pero, pese a las pruebas médicas que confirmaron la violación y el riesgo de reincidencia, el caso no ha avanzado. Los poderes que administran el estado de derecho no han actuado para impedir que la víctima siga teniendo contacto casi cotidiano con el posible criminal.
Todo empezó en enero de 2016. La niña, fruto de una relación extramatrimonial de Brito y cuya custodia comparte con la madre, se quejó durante un baño de “dolor en las partes íntimas”.
“La pequeña había vuelto por la mañana de casa de la madre, quien vivía con su padre (el abuelo) y donde pasaba mucho tiempo un primo que tenía entonces seis años”, explicó Brito, entrevistado en Breves, una localidad de 100.000 habitantes golpeada por la pobreza y el desempleo situada en el archipiélago de Marajó, en la desembocadura del río Amazonas.
Brito llevó inmediatamente a su hija a ser examinada en un hospital. Los doctores confirmaron que sufrió violencia sexual: fue penetrada vaginal y analmente, probablemente con un dedo. Según los informes psicológicos realizados a la niña que forman parte del sumario, la víctima, aún sin hablar del todo comprensiblemente, dio muestras de que el abusador había sido el primo.
Brito, sin embargo, sospecha que el abuelo, quien cree podría tener un problema con el alcohol, también podría haber participado, pues asegura que su hija había dado señales previas de que rechazaba el contacto con el primo y con el abuelo.
Desesperado, Brito requirió a los servicios sociales la retirada de la custodia a la madre para evitar que la pequeña volviera a casa del supuesto abusador, al menos temporalmente. También denunció el caso a la policía. Pero ninguna de las dos cosas produjo fruto alguno.
La madre —según su declaración a la policía entonces— dijo que la violación se produjo cuando estaba con Brito, y no con ella. La contacté para que pudiera dar su versión de los hechos, pero se limitó a decir que la denuncia de Brito había sido “un complot para separar” a la niña de la madre.
Aquel mismo día en que la violación fue confirmada por un médico, Brito pidió a los servicios sociales que llevaran a la niña a un centro de menores, pero le respondieron que no había plaza libre. Los asistentes arguyeron que, al no estar confirmado que el abuso se había producido en el domicilio de la madre, lo mejor para la estabilidad emocional de la niña era que volviera allí.
El abuelo de quien sospecha Brito jamás fue interrogado por la policía, según los documentos del sumario. Una de las razones podría ser que en aquella época trabajaba como recepcionista en la comisaría de policía donde Brito y otros testigos dieron su testimonio.
En cualquier caso, las autoridades policiales no siguieron investigando y se limitaron a concluir que el abuso había sido cometido por el primo menor. Consecuentemente, la fiscalía del estado de Pará pidió a un juez de Breves que el caso fuera archivado, pues el sistema penal brasileño no permite juzgar a un niño de seis años.
Pese a que en Brasil una de las tareas del Ministerio Público es proteger a las víctimas, Brito tuvo que contratar un abogado para que la causa no fuera archivada. Recurrió a las autoridades federales y logró que el caso no fuera cerrado por la Justicia de Pará. Pero desde abril de 2019, cuando un juez dio a la policía un mes para interrogar a los sospechosos, no ha habido avances.
“Lo que me da rabia es que el Estado llama red de protección de menores a algo que, en realidad, protege al agresor, al abusador, no al abusado”, lamentó Brito, quien asegura que luchará “hasta el final” para que el caso de su pequeña “no entre en la estadística” como uno más de miles que cada año se producen en la Amazonía sin que el Estado castigue a los culpables.
Según datos del estado de Pará, en 2019 se reportaron 861 abusos sexuales contra niños y adolescentes, pero la cifra real es sin duda mayor, pues los expertos estiman que solo un 10 % son denunciados a las autoridades.
Una investigación parlamentaria llevada a cabo por diputados de Pará indicó en 2010 que entre 2004 y 2008 pudo “haberse llegado a cerca de 100.000 casos de violencia y abuso sexual contra niños y adolescentes” en el estado.
Tres factores contribuyen de forma determinante a que cada año miles de abusos infantiles sean cometidos en la Amazonía brasileña: impunidad, pobreza y una enraizada cultura de dominación masculina.
Los abusos no se circunscriben solo a la región, sino que afectan a todo el país. En Sao Paulo, la ciudad brasileña más desarrollada, se registraron en tres meses de este año 84 partos de niñas de entre 10 y 14 años.
En agosto, el embarazo en el estado de Espíritu Santo de una niña de 10 años violada por su tío durante cuatro años consecutivos y la odisea que tuvo que padecer para poder abortar, pues el hospital en la que fue ingresada rechazaba realizar la intervención a pesar de que la niña corría riesgo de muerte, conmocionó a Brasil.
La víctima al final tuvo que ser transferida a otro estado para que se pudiera llevar a cabo el aborto.
En la Amazonía, sin embargo, la situación es más acuciante por la impunidad que beneficia a los abusadores y el desamparo de las víctimas. En esta enorme región de Brasil es donde están algunos de los municipios con menores índices de desarrollo humano, y las distancias y las dificultades logísticas impiden muchas veces siquiera denunciar.
El estado de Pará, por ejemplo, tiene una superficie tres veces mayor a la del estado de California, pero cuenta con una población de apenas 8.6 millones de personas . La presencia del gobierno federal, o incluso del estatal, en muchas áreas remotas es limitado cuanto menos, pues la comisaría de policía o el juzgado más cercanos frecuentemente están a horas de distancia en viaje de canoa, barco o por arenosas carreteras donde no hay transporte público.
La región de Marajó, donde se encuentra Breves, es desde hace años conocida por la problemática de la explotación sexual, con familias tan pobres que obligan a sus hijas de hasta cinco años a prostituirse con marineros que transportan mercancías (soja, madera, mineral, frutas) por los ríos de la zona. Frecuentemente lo hacen a cambio de comida o de cantidades miserables de dinero que no superan los tres dólares.
El factor cultural es fundamental para comprender por qué las prácticas de incesto y pedofilia, que ya fueron relatadas en la literatura de viajes por la Amazonía de los siglos XVIII y XIX, se perpetúan hasta hoy en la región.
“Este problema revela la persistencia de una sociedad patriarcal y la herencia de la esclavitud, en el sentido de que se vacía de derechos el cuerpo del niño”, explicó el profesor Ygor Olinto Rocha Cavalcante, del Instituto Federal de Educación, Ciencia y Tecnología del estado de Amazonas y quien ha estudiado el fenómeno de la esclavitud y el tráfico de niños en la Amazonía del siglo XIX.
Para enmascarar estos crímenes solía usarse la leyenda del delfín, una fábula popular que atribuye embarazos juveniles de paternidad desconocida o inconfesable al delfín rosa del río Amazonas, del que se dice que se transforma en un hombre atractivo y tiene la capacidad de seducir y fecundar a adolescentes en noches de fiesta, durante encuentros sexuales a orillas de los ríos.
Este problema es ahora más urgente que nunca por causa del confinamiento causado por el coronavirus. Datos oficiales indican que los abusos se producen en un 73 % de las veces en el domicilio de la víctima o del sospechoso, y en el 40 % de los casos se trata de padres o padrastros.
Estudios sobre el impacto que tuvo años atrás el confinamiento en África como consecuencia del brote de ébola establecieron una correlación entre confinamiento y repunte de los abusos domésticos a menores.
Activistas y expertos prevén ahora que estas nefastas consecuencias se repitan con el coronavirus para niños y niñas brasileños en condiciones vulnerables.
“La pandemia ha causado un impacto muy grande. Al estar aislados y sin poder ir a la escuela, los niños y niñas perdieron la posibilidad de manifestarse, pues es allí donde suelen romper con el silencio,” explicó Henriqueta Cavalcante, coordinadora de la Comisión de Justicia y Paz de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil y activista que combate en Pará estos abusos de derechos humanos desde hace más de una década (una labor por la que ha sido amenazada de muerte, pues algunos de los denunciados eran poderosos políticos).
Cavalcante apuntó al machismo y a la impunidad como principales causas del problema. “Recuerdo el caso de un hombre de 80 años que decía que sus hijas habían sido ‘suyas’ antes que de cualquier otro; después, sus nietas, y decía que no lo eran sus bisnietas porque ya la edad no se lo permitía,” contó la religiosa católica, quien actúa personalmente para sensibilizar a policías, fiscales y jueces para que casos como estos no queden impunes.
A pesar de que la ley brasileña considera crimen mantener relaciones sexuales, sean o no consentidas, con menores de 14 años, Cavalcante no siempre consigue movilizar con éxito a las instituciones públicas.
Detectives de policía y miembros del Ministerio Público justificaron la falta de personal humano y el alto índice de crímenes a investigar (en Brasil hubo en 2019 más de 40.000 homicidios) como factores que dificultan la lucha contra los abusos.
Pero decenas de asistentes sociales de Pará entrevistados y que pidieron el anonimato, así como coordinadores de orfanatos donde las víctimas son llevadas para alejarlas de los abusadores, acusaron a policías, jueces y fiscales de la impunidad imperante como consecuencia de corrupción, negligencia, machismo o, simplemente, desinterés por combatir este crimen.
El presidente Jair Bolsonaro no ha hecho nada para luchar contra ello. Todo lo contrario. Sus tristemente célebres actitudes misóginas y machistas (asoció el nacimiento de su primera hija a “un momento de debilidad”, y dijo de una diputada que “no merecía ser violada” por él) sólo contribuyen a empoderar a los abusadores y criminales en un país que tiene uno de los mayores índices de feminicidios del mundo y que en 2018 registró más de 66.000, con cuatro niñas menores de 13 años violadas cada hora. Los expertos también denuncian que Bolsonaro está desmontado con sus recortes los programas sociales para que el Estado dé asistencia a las víctimas.
Brasil debe atajar de una vez por todas la acción de depredadores sexuales que campean a sus anchas destruyendo infancias y vidas. En 2019, fueron 17.000 los abusos sexuales contra niños y adolescentes denunciados en el país. Sin embargo, apenas entre 10 y 15 por ciento de estos casos tienen algún tipo de seguimiento por parte del Estado. ¿Dónde está el estado de derecho? ¿Por qué no ha habido avances?
Sabemos cuál es el problema y sus causas: la impunidad es el principal cuello de botella. El país debería aumentar el número de juzgados en la Amazonía, y celebrar juicios rápidos que, siempre bajo el respeto de la presunción de inocencia, castiguen de forma severa a los culpables. Jueces, fiscales y policías que no actúen con celeridad y contribuyan a dejar los casos sin sentencia deben ser sancionados y sus carreras penalizadas.
No hace mucho, Brasil demostró que su estado de derecho y democracia son capaces de frenar otro problema mayúsculo —la corrupción— y enjuiciar a los responsables de ilícitos, por poderosos que sean. Es el momento de que este mismo sistema le de prioridad la protección de los más vulnerables.
Por: Heriberto Araújo