Sólo recuerdo dos momentos de aquel 13 de enero de 1983: cuando contesté el teléfono y escuché la voz de mi tía exigiendo hablar con mi mamá y el instante en que mis padres bajaron a toda prisa las escaleras de peldaños cubiertos por una larga alfombra de visos color naranja. Yo tenía cuatro años pero nunca he olvidado aquel momento, que llega a mi cabeza en imágenes borrosas, como observadas a través de un vidrio empañado.
Minutos antes de recibir la llamada, mi tío, Diego Manrique, había salido de su apartamento, ignorante de que afuera lo esperaban desde muy temprano tres sicarios a bordo de un carro Renault. En el instante en que se disponía a abordar su campero, que conducía un chofer armado, uno de los delincuentes se le acercó revólver en mano y le disparó dos veces. Lo trasladaron herido de muerte a la Clínica Palermo, donde fue imposible salvarlo, pues uno de los proyectiles de alto calibre le había destrozado el cráneo por completo.
A Diego Manrique lo mataron hace 31 años, cuando tenía apenas 28 y era jefe de bodegas de la aduana interior de Bogotá. Allí había emprendido un plan de moralización de la entidad con la convicción de acabar con la corrupción, los vicios y las trampas. Su determinación le costó la vida.
La prensa registró su asesinato en primera página y exaltó su labor como servidor público. El Espectador afirmó: “Manrique Rozo venía ocupando la jefatura de las bodegas de la aduana en el aeropuerto Eldorado y se hallaba empeñado en el desarrollo de un plan encaminado en organizar dicha dependencia y sanearla de viejos vicios y elementos indeseables. En cumplimiento de dicho plan, el funcionario ultimado había dado cumplimiento a importantes operaciones que fueron objeto de elogios por parte de sus superiores por los magníficos resultados que arrojaron”. El Tiempo, por su parte, registró: “En los últimos meses había emprendido una severa política de moralización de algunas de las dependencias de la aduana interior de Bogotá”.
Desde sus primeros días en la Aduana, Diego advirtió el grado de descomposición en que se encontraba la entidad. Le sorprendía, por ejemplo, que mientras él llegaba en bus, algunos empleados de cargos inferiores condujeran autos deportivos y se dieran lujos que no correspondían con sus sueldos.
Alguna vez encontró en las bodegas varios vehículos sin nacionalizar. De inmediato ordenó llamar al importador, quien al llegar le preguntó, con la mayor naturalidad, de qué color quería el carro. Entonces mi tío montó en cólera, ofendido. El importador, sorprendido por su reacción, le aseguró que era costumbre que los altos funcionarios pidieran parte de la mercancía a cambio de que se adelantaran con premura los trámites de nacionalización.
Mi tío era arquitecto y aplicó sus habilidades elaborando diversos planos que permitieran controlar las mercancías. Diseñó un carro patrón para que cada operario a cargo respondiera por cada una de las partes que recibía, las cuales eran debidamente inventariadas, y así evitar que desvalijaran la mercancía. Entre las primeras labores que realizó fue comprar, de su propio sueldo, escobas y elementos de aseo para que todo permaneciera en orden.
Diego se propuso un plan de acción cuyos principales objetivos eran los siguientes: que se liquidara de acuerdo a la ley, que los funcionarios no cobraran por los trámites y que no se perdiera ninguno de los bienes importados que llegaban a la bodega para ser legalizados por los importadores. Su actitud idónea frente a la dirección de las bodegas hizo que encontrara mucha resistencia entre varios de los funcionarios acostumbrados a delinquir. Llegaron las amenazas y luego el atentado.
El día del entierro, el 15 de enero de 1983, el entonces director general de Aduanas, Rafael Poveda Alfonso, pronunció un discurso en el que repitió lo que había afirmado a la prensa: “Era un hombre de grandes dotes. Estaba limpiando de delincuencia las bodegas”. Poveda añadió, entre otras cosas, que Diego Manrique era un héroe, que la escuela de la aduana llevaría su nombre en su honor, que no había dado la vida en vano porque desde entonces la Aduana tendría que reformarse para acabar con el comercio irregular del contrabando. Sus palabras no llevaron a acciones, estaban tan muertas como quienes descansaban bajo las lápidas del cementerio.
Cinco meses después nacía el hijo de Diego, quien aunque no conoció a su padre, recibió su legado de honestidad, dignidad y decencia.
Su muerte, lejos de constituir un ejemplo, ha quedado impune y olvidada, pues su esfuerzo por moralizar la institución fue inútil. Hoy, 31 años después de su muerte, el director la DIAN, Juan Ricardo Ortega, un valiente, honesto y eficiente funcionario se ve obligado a salir del país. No se va por las amenazas contra su vida, sino por el miedo de que a su familia le pueda ocurrir algo. Hoy, lo dijo el mismo Ortega, el contrabando se ha disparado con ayuda de organizaciones criminales. Hoy, como ayer, parecen ganar quienes rompen las reglas y se enriquecen a cualquier costo.
El 14 de febrero de 1979, Alberto Lleras Camargo escribió un artículo titulado ‘El Avivato’, en el que describe un por entonces nuevo tipo de ciudadano, incrustado en la sociedad colombiana y nocivo como el que más. Escribe Lleras: “El avivato se resbala, como una anguila, por entre la maraña judicial y la reglamentación constante del Estado, hasta que da con el sitio por donde pueda pasarse (…) El avivato puede sacar una licencia más aprisa que nadie, manejar toda la red de dificultades que van desde la cuna al sepulcro para hacer cualquier cosa (…) Es un apasionado de la sociedad de consumo, y el primero que obtiene todo lo que ella produce, de manos de los contrabandistas (…) Se detiene justamente donde la ley penal no puede menos de morder, y sigue adelante. Que nos estemos convirtiendo en una sociedad de avivatos es uno de los castigos más grandes que han caído sobre Colombia”. Un castigo que aún persiste.
Dos historias, tres décadas y un mismo enemigo
Jue, 26/06/2014 - 04:01
Sólo recuerdo dos momentos de aquel 13 de enero de 1983: cuando contesté el teléfono y escuché la voz de mi tía exigiendo hablar con mi mamá y el instante en que mis padres bajaron a toda prisa