Cada año que transcurre sin que se desmantele este centro de detención situado en la base militar de Estados Unidos en Cuba aumenta el descrédito de la clase política estadounidense, y especialmente la concentrada en el Congreso bicameral, obstinada en mantener un instrumento nefasto que supone una violación flagrante y continua de las leyes internacionales.
Guantánamo es una excrecencia lamentable que debería haber sido extirpada hace tiempo, el testimonio vivo e infame de las malas prácticas desarrolladas impunemente por la CIA y otras agencias gubernamentales en lugares secretos fuera de las fronteras norteamericanas —en Rumania, Lituania, República Checa…— al amparo de la defensa de unos objetivos pretendidamente patrióticos.
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El terror de Guantánamo
Allí la tortura se convirtió en una costumbre bárbara, en un hábito macabro. El ahogamiento fingido o 'waterboarding', la privación de sueño o la exposición a temperaturas extremas fueron algunas de las técnicas empleadas. También se profanaban las páginas del Corán, el libro sagrado del Islam, como forma de humillación moral hacia los retenidos, todos ellos profundamente musulmanes.
La enorme base naval fue el escenario perfecto para cometer todas esas tropelías. Las leyes y garantías estadounidenses no eran aplicables, abogados y familiares no tenían acceso y la Casa Blanca porfiaba con descaro que la Convención de Ginebra "no cubría a sus reos". La Convención de Ginebra protege a los prisioneros de guerra y exige, entre otras disposiciones, aplicar la garantía del habeas corpus, es decir, el derecho del preso a comparecer ante un juez en un tiempo determinado.
Afortunadamente, la verdad sobre Guantánamo afloró gracias a la publicación de los documentos clasificados por parte de WikiLeaks en 2011 y gracias a los testimonios de abogados de derechos humanos o a los relatos sórdidos como el de Mohamedou Ould Slahi, el mauritano que escribió sus memorias en 2005 y fue liberado en 2016.
Queda pendiente de determinar el oscuro papel jugado por el máximo militar responsable de la cárcel, el general Geoffrey D. Miller, ya retirado, quien se comportó con extrema crueldad, tolerando lo que algunos presos han denunciado: que fueron duchados con orina y heces fecales. Miller tuvo también responsabilidad en la tenebrosa cárcel iraquí de Abu Ghraib, donde las torturas quedaron documentadas fotográficamente.
Dos décadas macabras
En estos 20 años, por las terribles instalaciones de Guantánamo pasaron 780 hombres. Nueve murieron allí. Otros 732 fueron puestos en libertad. De ellos, algunos se lanzaron a actividades terroristas en Irak, Siria, Yemen y Afganistán. En el momento de mayor ocupación, en 2003, llegó a haber 680 detenidos. En la cárcel siguen presos 39 presuntos altos dirigentes del grupo terrorista Al Qaeda (prohibido en Rusia). Diez de estos están imputados por cargos, entre ellos, cinco por ayudar a planear los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, que se cobraron la vida de 3.000 personas. Pero aún no han sido juzgados y eso incluye al paquistaní Jaled Sheij Mohamed, quien se declaró cerebro de los atentados, aunque confesó bajo coacción. Todos ellos aguardan ser juzgados por tribunales militares y sobreviven en este surrealista limbo combatiendo a duras penas las implacables secuelas de los maltratos y los efectos de la psicosis.
Como escribía recientemente la periodista y jurista Emma Reverter, autora del libro Guantánamo, prisioneros en el limbo de la ilegalidad internacional, publicado en 2004, "todo se ha ido deteriorando: el estado de ánimo de los prisioneros, sus familias y sus abogados. Las instalaciones, construidas con prisas y con materiales que no estaban pensados para perdurar. La bahía de Guantánamo también ha perdido biodiversidad y el sitio es cada vez más árido. La salud de los prisioneros también se ha ido deteriorando con el paso del tiempo; veinte años en una celda de menos de cuatro metros cuadrados deterioran la salud de cualquiera. Uno de ellos tiene cáncer y, hasta la fecha, el penal no está preparado para proporcionarle el tratamiento necesario".
Cerrarlo imposible
Fue George Bush hijo quien autorizó la apertura de ese ignominioso agujero negro. Barack Obama se comprometió a cerrarlo y fracasó, aunque estuvo en la Casa Blanca ocho años. Donald Trump no se comprometió a nada de eso e incluso frenó el proceso. Y Joe Biden, como su amigo Obama, quiere ahora hacerlo, pero no va a poder. ¿Por qué?
La idea para poder clausurar Guantánamo pasa por vaciar sus instalaciones. Eso implica trasladar a los presos a territorio estadounidense y celebrar allí un juicio justo y con garantías. Pero esa posibilidad choca con la prohibición expresa del Congreso. El argumento principal de los legisladores se asienta en la creencia de que los prisioneros extranjeros representan una amenaza para la seguridad de Estados Unidos y son demasiado peligrosos. Además, también prohíben el uso de fondos públicos tanto para su traslado a otros Estados o a suelo estadounidense, como para cualquier ampliación o construcción en las actuales instalaciones. Biden ha intentado sin éxito que el Parlamento derogue estos firmes condicionantes, pero los senadores republicanos ya le han respondido que no piensan cambiar ni una coma de esa disposición legal. De hecho, en mayo pasado, ocho senadores conservadores le enviaron una carta a Biden en la que se oponían al intento de cerrar el complejo mediante traslados. La única opción viable, por consiguiente, consiste en enviarles a un tercer país que acepte pagar los costes del traslado.
El procedimiento de repatriación se antoja, pues, sumamente largo y complejo. Primero, es necesaria la recomendación de la Junta de Revisión Periódica de Guantánamo, una comisión que reúne a seis agencias de seguridad diferentes del Gobierno. Esa Junta es el organismo creado bajo la Presidencia de Obama, en 2011, que dictamina si los reos de Guantánamo pueden ser liberados, repatriados a otros países o si deben continuar recluidos. Tras el dictamen favorable de esa comisión, el Departamento de Estado tiene que llegar a un acuerdo con un tercer país y este no puede ser ninguno que no asegure el respeto a sus derechos humanos o no pueda garantizar el control de ese detenido. Eso limita, y mucho, la lista de posibles candidatos. Una vez logrado eso, el jefe del Pentágono debe informar al Congreso. En resumen, el proceso se alarga, lo que eterniza el calvario.