La historia de Ana Amaya y Vsa Pieldepapel, como decide llamarse su hija, tiene un recorrido de 20 años. Ambas comparten el mismo diagnóstico, pero el trastorno del especto autista (TEA) es tan amplio que hasta ellas se sienten diferentes entre sí.
Ana llevaba muchos años prestando atención a los signos que mostraba su hija. “Ella se movía de un lado para otro –explica la madre–. Caminaba y podía durar dos horas totalmente ensimismada hablando sola”. Hasta que un día, Ana encontró las respuestas que llevaba tanto tiempo buscando.
"Me topé con la serie Atypical. Vi un capítulo y dije '¡hijuep***, ahí están mis hijos!'", recordó.
Desde ese momento, todo empezó a cambiar. Vsa no vio la serie, pero empezó a investigar por su cuenta. Hizo un test diagnóstico para el síndrome de Asperger, una variedad del trastorno del espectro autista. De las 50 preguntas, ella coincidió con 42.
La investigación no paró ahí. Ambas se embarcaron en una pequeña misión de autoconocimiento. Tomaron el libro El Asperger en femenino y, según lo descrito en cada capítulo, subrayaron los rasgos con los que Pieldepapel cumplía. “Empecé a leerlo y me vi por todas partes”, dice Ana, quien después resaltó de un color lo que encontraba en su hija y de otro lo que veía en sí misma.
Después de eso, pasaron de doctor en doctor. Nadie les creía o siquiera consideraban que fuera autismo porque hablaban con fluidez. Pero sí había señales.
Cuando Vsa Pieldepapel contó su experiencia, ella prendió la cámara para mostrar rasgos característicos de su autismo. Sin embargo, no era capaz de ver a la pantalla. “Son como unos ojos y no me gusta que me miren”, explica inquieta mientras observaba las paredes de su cuarto.
Lo cierto del asunto es que el error en los diagnósticos viene desde la educación superior. Ana Amaya es psicóloga de profesión y, aun así, no sabía que era autista hasta sus 39 años. “El autismo tiene que ver con que hay muy mala formación en el tema”, aclara la experta. Ella mantiene la esperanza de que los nuevos psicólogos se estén formando mejor, tal como ella intenta visibilizarlo desde su oficio.
El antes y después del diagnóstico
A pesar de que Ana y Vsa son autistas, sus perspectivas son mundos completamente distintos. La madre habla de su infancia con el asombro y la curiosidad de una niña después de descubrir algo que estuvo tanto tiempo frente a sus ojos. Ella cuenta que quienes tienen el trastorno pueden desarrollar algo que se llama ‘pica’, que es comerse cosas que no deberían comerse.
“Yo me comía las hormigas de la pared. Mi familia decía: ‘pero ¿ella qué hace tantas horas ahí?’, pero no buscaron ningún diagnóstico”, narra Ana, quien después dejó las hormigas y duró 20 años luchando con la tricotilomanía y la tricofagia, que es quitarse el cabello y comérselo. “Cuando era joven tenía huecos en la cabeza”, agrega mientras se toca su cabello corto y rojizo.
Para Ana el diagnóstico fue un alivio. Desde pequeña sabía que era diferente; incluso sus amigos la apodaban ‘loquita’. La etiqueta de autista para ella es mejor que ser entendida como grosera o mala gente por no poder comunicarse bien con otros.
Para Vsa fue un proceso totalmente distinto. El autismo durante sus 23 años ha sido mucho más evidente que el de su madre. Por eso llegó a estar en un colegio inclusivo en su niñez, en el que –irónicamente– la excluyeron y le hicieron matoneo por ser distinta.
Lo peor es que ese no era el único espacio en el que tenía que enfrentarse a los malos tratos. A Pieldepapel la trataron de loca; incluso su propia familia le decía ‘enfermita’. En la adolescencia, estuvo hospitalizada dos veces y la catalogaron de agresiva, tanto que llegaron a amarrarla en una cama por una supuesta bipolaridad mal diagnosticada.
Cuando las pruebas genéticas revelaron lo que tanto sospechaban, la reacción de Vsa tenía un tono agridulce. “Para mí fue el alivio de saber qué estaba mal conmigo. Yo sabía que algo estaba roto, que algo estaba dañado”, cuenta Pieldepapel, quien entendió que el diagnóstico la limitaría para siempre. “Tenía mucho dolor, porque yo tenía sueños y muchos de ellos involucran las cosas que no soy capaz de hacer”.
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Ser adulto no te quita lo autista
Hay un montón de situaciones sociales que los seres humanos enfrentamos día a día: el trabajo, el estudio, el amor, las amistades, etc. Para los autistas la comunicación y las interacciones sociales son un reto diario.
“La gente conoce la dificultad de comunicación del autista grado 2 o sea, el que casi no habla o el que habla muy robótico”, cuenta la psicóloga imitando el lenguaje de una máquina, “pero poco conocen las dificultades de comunicación del autista grado 1”. En ese espectro se encuentran Ana y Vsa, y sus problemas se derivan de no manejar cierto lenguaje social.
Esas habilidades son las que frenan los sueños de Vsa. “El sistema educativo y hasta el sistema laboral dependen 100% de las conexiones sociales que uno haga”, explica la joven.
Vsa Pieldepapel tiene hiperlexia, que es aprender con facilidad otras lenguas y las habilidades de lectoescritura muy fácil y, a su vez, tener problemas en la comunicación verbal. A los 16 meses ya hablaba y a los dos años ya leía a la perfección, pero se le hacía un nudo en la garganta cuando tenía que entablar una conversación con otros.
Esas ventajas, como tener un C2 en inglés, realmente no le han servido. “Te venden esa idea de que si tú eres talentoso, vas a brillar. Y no, todo son conexiones, todo es conocer a la persona que conoce otras personas”, narra la joven. Ella ha tratado de conseguir empleo, ha intentado tres veces emprender una carrera y las interacciones sociales la han frenado constantemente.
La situación de Ana no es muy diferente. Si bien ella ha logrado estudiar y tener múltiples empleos, tampoco tiene muchos amigos. Ella cuenta que cuando la gente sabe que un niño es autista, lo entienden en sus crisis, pero cuando se es adulto no pasa igual. “Es como si esperaran que el autismo desapareciera con la adultez y no desaparece”.
En el Día Internacional de la concientización del Autismo, Ana Amaya y su hija recuerdan la importancia de visibilizar el trastorno. Ellas llevan todas sus vidas adaptándose al mundo de los neurotípicos (las personas sin TEA) y ambas saben que eso no sucede en viceversa.