En abril pasado, Vincent Leung regresó a su casa después de un largo día de trabajo. Este ingeniero electrónico y director del Qualcomm Institute Circuits Labs de la Universidad de California en San Diego (EE UU) solo quería descansar y comer con su familia. Se cambió, preparó una cena ligera, se sentó en el sofá, encendió el televisor y se puso a ver en Netflix un episodio de la serie distópica Black Mirror en el que una madre sobreprotectora hacía que le implantaran a su hija un chip en la cabeza para vigilar todo lo que la niña observaba. Entonces, mientras Leung al fin se relajaba, un grito alteró la tranquilidad de su hogar. “¡Es lo que tú haces!”, le gritó su esposa, que estaba justo a su lado.
Vincent Leung no lo niega. “Eso es ficción –aclara–. Pero es cierto, estamos haciendo cosas más locas que las que se ven en la serie”. Leung es uno de varios investigadores que recorren las fronteras de lo científicamente posible al desarrollar neurotecnologías cada vez más potentes.
Financiado por la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa del Pentágono (DARPA), Leung trabaja en la próxima generación de implantes cerebrales inalámbricos. Los llama neurograins –o neurogranos– y son chips del tamaño de un grano de sal. “Mira –extiende una pequeña caja negra en la que se ve unos minúsculos puntitos metálicos–. ¿No son lindos?”.
Leung se mueve con comodidad en su laboratorio lleno de cables, circuitos integrados, amplificadores, destornilladores y pizarrones. Durante décadas, se dedicó a mejorar la potencia de los chips de los teléfonos móviles. Ahora, asegura, es tiempo de diseñar chips para el cerebro. Parece ser el próximo paso lógico.
Con los años, las tecnologías se han ido acercando al cuerpo. Hasta no hace mucho, para atender una llamada uno tenía que caminar hacia el teléfono fijo. Ahora solo basta con sacar el móvil del bolsillo y llevarlo al oído o conversar directamente a través de pequeños audífonos –como los Airpods de Apple– en nuestras orejas. Todo indica que la próxima fase de las telecomunicaciones irá más allá: las tecnologías traspasarán la piel y se internarán dentro de nuestros cuerpos.
“Es un gran desafío científico –dice Leung–. En un principio, la idea es implantar los neurograins en la corteza cerebral, es decir, la capa externa del cerebro, de personas que han perdido cierta función debido a una lesión o enfermedad. Y a través de diminutos pulsos eléctricos, estimular las neuronas atrofiadas”.
El equipo de Leung en la Universidad de California en San Diego forma parte de una amplia colaboración internacional –en la que también participan la Universidad de Brown, el Hospital General de Massachusetts, las universidades de Stanford y Berkeley y el Centro Wyss de Bioingeniería en Ginebra– para desarrollar prótesis neuronales inalámbricas capaces de registrar y estimular la actividad del cerebro.
La idea es implantar los neurograins en el cerebro y, por vía inalámbrica, proyectar sonidos a sordos o imágenes a invidentes. Decenas de miles de neurograins podrían funcionar como una especie de intranet cortical, coordinada de forma inalámbrica mediante un centro de comunicaciones central en forma de un parche electrónico delgado colocado sobre la piel. Así se abrirían nuevas terapias de neurorrehabilitación, en especial teniendo en cuenta que esta red tiene capacidades tanto de ‘lectura’ como de ‘escritura’.
Los neurograins podrían ‘leer’ a las neuronas, esto es, registrar su actividad eléctrica, y también podrían estimularlas. “Podríamos transmitir datos del mundo exterior a los neurograins –indica Leung–. Por ejemplo, proyectar sonidos a personas sordas o imágenes a invidentes: si una persona ciega tiene su corteza visual intacta podríamos tomar una foto con una cámara y por vía inalámbrica mandar una señal codificada en un lenguaje que el cerebro pueda entender”.
En 2004, Matthew Nagle –un hombre de 25 años tetrapléjico tras un incidente en el cual fue herido con un cuchillo– se convirtió en la primera persona en mover objetos solo con el pensamiento. El neurocientífico John Donoghue de la Universidad de Brown le implantó en la parte del cerebro donde se coordina la actividad motora lo que denomina BrainGate: un minúsculo chip de silicio de cuatro milímetros de lado con cien electrodos.
Se trató de la primera interfaz cerebro-ordenador: un sistema a través del cual se procesan y envían señales que viajaban por un haz de cables que salían del cuero cabelludo de Nagle hasta un carrito electrónico con un tamaño de refrigerador que le permitía, entre otras cosas, cambiar los canales de un televisor, ajustar el volumen, abrir y cerrar una mano ortopédica, mover el cursor de un ordenador, leer correos electrónicos y jugar con videojuegos con solo imaginar que movía el brazo. “Los cerebros biónicos se hacen realidad”, tituló por entonces la revista Nature.
Desde entonces, estas neurotecnologías no han hecho otra cosa que diversificarse. Además de las trece personas paralizadas que utilizan el sistema BrainGate, dos monos con implantes cerebrales en la Universidad de Duke fueron capaces de dirigir sillas de ruedas usando solo sus mentes. “Estas tecnologías abrirán todo un mundo de posibilidades –asegura el emprendedor Steve Hoffman de la start-up Founders Space–. No solo nos permitirá comunicarnos mente a mente, sino también conectarnos a internet a través del cerebro”.
Estas afirmaciones parecen algo exageradas, sacadas de películas como 'The Matrix' o de novelas ciberpunks como 'Down and Out in the Magic Kingdom' –un futuro cercano en el que todo el mundo está las 24 horas conectado a la red a través de un enlace cortical– hasta que uno se entera de iniciativas de DARPA como un programa con un presupuesto de cuatro millones de dólares llamado 'Silent Talk', cuyo objetivo es “permitir la comunicación de usuario a usuario en el campo de batalla sin el uso de voz vocal a través del análisis de señales neuronales”.
En la última década las interfaces cerebro-ordenador se han diversificado: empresas como 'Emotiv y NeuroSkyhan' desarrollado videojuegos basados en estas neurotecnologías, al igual que la compañía japonesa 'Neurowear' que desarrolló en 2011 unas orejas de gato llamadas Necomimi que responden a las emociones de sus usuarios. Y durante la ceremonia de apertura de la Copa Mundial de Fútbol de Brasil, en 2014, el neurocientífico Miguel Nicolelis mostró en dos decepcionantes segundos cómo un hombre parapléjico utilizaba un exoesqueleto robótico controlado por la mente para patear una pelota.
En este tiempo, la miniaturización se ha acelerado. En 2011, un equipo de la Universidad de California en Berkeley describió por primera vez unas diminutas partículas de silicio que denominaron “neural dust” (polvo neuronal), a grandes rasgos basadas en los mismos principios de los neurograins.
En 2017, dos de sus inventores, el neurocientífico José Carmena y el ingeniero Michel Maharbiz, inauguraron la compañía Iota Biosciencespara desarrollar estos implantes inalámbricos que podrían cambiar la forma en que entendemos nuestros cuerpos: son capaces de monitorizar en tiempo real músculos, órganos y nervios en las profundidades del cuerpo –como demostraron en la revista Neuron–. Podrán tratar la epilepsia y el control de vejiga y, también en un futuro, controlar prótesis.
Los sensores de este polvo neuronal se comunican a través de ultrasonido con un parche que los activa y recibe información para cualquier terapia deseada. Sus impulsores imaginan que podrían ser implantados en un simple procedimiento ambulatorio, según Carmena, de la misma manera que una persona se hace un piercing o un tatuaje.
¿Se implantaría un chip en el cerebro?
Lun, 05/11/2018 - 03:40
En abril pasado, Vincent Leung regresó a su casa después de un largo día de trabajo. Este ingeniero electrónico y director del Qualcomm Institute Circuits Labs de la Universida