
Hay naciones que se sostienen por la fuerza de sus instituciones.
Y hay otras, como la nuestra, que sobreviven gracias a la terquedad de su gente.
Mientras el Estado se diluye entre discursos, excusas y promesas, los ciudadanos han aprendido a resistir sin él.
Aquí, vivir es una hazaña diaria.
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La salud se derrumba en silencio. Las EPS entran en procesos de intervención mientras los pacientes hacen fila por una cita que nunca llega.
Las farmacias no responden. Los hospitales se apagan. Y en la mitad de todo eso, hay una madre que espera, un anciano que se duele, un niño que no entiende por qué no lo atienden.
La educación tambalea. Profesores sin salario. Escuelas sin techo. Alumnos caminando kilómetros para estudiar bajo árboles.
Pero eso no sale en cadena nacional.
La seguridad se volvió un rumor. Hay zonas enteras donde la ley no se pronuncia, donde manda quien tiene armas o alianzas.
Las masacres ya no estremecen. Solo pasan. Y luego siguen otras.
La justicia se extravía entre códigos y silencios. Hay quienes esperan años por una respuesta. Y otros que nunca la reciben.
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En este país, el que quiere vivir, debe aprender a sobrevivir.
El que quiere justicia, debe buscarla solo.
El que quiere avanzar, debe hacerse camino sin ayuda.
No estamos en un Estado fallido. Estamos en un país solo.
Y sin embargo, aquí seguimos.
No por ellos. No por los que gobiernan.
Por nosotros.
Porque este país sigue respirando gracias a quienes se levantan, aún sin esperanzas, pero con dignidad.