He oído de mujeres musulmanas que sufren vejaciones en Estados Unidos por llevar un hiyab y también que algunas personas se burlan de los judíos porque usan kipás, pero ahora sí lo he escuchado todo: un perfecto desconocido que se cruzó en la calle con una amiga hace unos días la insultó por llevar puesta una mascarilla protectora.
Por supuesto que todos sabemos que hay un virus muy maligno rondando por ahí y que una forma de reducir las posibilidades de que se propague, en especial de evitar contagiar a otros, es cubrirte la nariz y la boca. Podríamos decir que es cuestión de responsabilidad cívica, o de ciencia.
El problema es que la ciencia le queda corta al tribalismo en este país disfuncional. Aquí llamamos verdad a aquello que valida nuestros prejuicios, inflama nuestros sentimientos de agravio y enardece nuestra antipatía por las personas que, según creemos, pertenecen al otro bando.
Ahora resulta (¡Dios nos libre!) que las mascarillas protectoras son tótems tribales. Por una descorazonadora inexorabilidad, las precauciones que algunos toman por sentido común se interpretan como controversiales declaraciones de identidad. ¿Qué seguirá? ¿Las curitas?
“Usar cubrebocas es de liberales engreídos. Negarse a usarlo es de republicanos insensatos”. Así rezaba un titular reciente en Politico para un artículo escrito por Ryan Lizza y Daniel Lippman, quienes señalaban que “en un país profundamente polarizado, casi todo puede politizarse”.
Mi única objeción sería con el “casi”. Es más, me parece que la historia de nuestra desarticulada y esquizoide respuesta a la pandemia del coronavirus puede condensarse en las miradas asesinas, los desacuerdos, los tuits, las actitudes de deferencia y desafío que inspira esta sencilla prenda.
El 11 de mayo, la Casa Blanca comenzó a aplicar tardíamente una política de uso de tapabocas en el Ala Oeste, con excepción del presidente Donald Trump. ¿Ven a qué me refiero cuando digo que la mascarilla es una metáfora? Trump exige que todos los que lo rodean lo protejan, pero nadie está protegido de Trump. Es la historia de Estados Unidos.
Mi amiga estaba de pie en un cruce vial, en el centro de un pequeño pueblo en Nueva York. El estado ordenó que los ciudadanos se cubran la boca cuando se encuentren en espacios públicos si no es seguro que puedan mantener al menos dos metros de distancia con respecto a las demás personas.
Así que mi amiga tan solo estaba acatando órdenes, al igual que las dos personas que la acompañaban. Las tres llevaban mascarillas.
Entonces, un conductor que iba pasando les gritó una obscenidad.
No fueron muchas palabras. No fueron muchas sílabas. Quizás puedan imaginarse lo que dijo.
¿Cómo supo mi amiga que había sido por sus cubrebocas? Dice que ninguna de las tres tenía alguna otra cosa llamativa que pudiera incitar un juicio, además de que no era la primera vez que experimentaba objeciones a las medidas de confinamiento, distanciamiento social y tapabocas en esa área relativamente rural y conservadora.
Me comentó que un hombre se la ha pasado de pie frente a la oficina de correos local denunciando a gritos la opresión del gobierno y repartiendo volantes. Me mostró uno. Tenía la imagen de una mascarilla tachada y decía: “Atención, agentes del gobierno. Por favor entreguen la debida contraprestación para ayudar al portador en el ejercicio sin trabas de los derechos que protege la Constitución”.
Su pueblo no es un caso aislado. “Enemigos de los cubrebocas causaron problemas en locales minoristas”, decía un encabezado reciente en el boletín político Capitol Fax de Illinois, y presentaba un compendio de quejas de comerciantes de todo el estado, incluido uno de Dekalb que comentó que un cliente con algo parecido a un cuchillo de cacería se negó a respetar las instrucciones dadas en Illinois y usar un tapabocas. Prioridades.
Cuando el presidente visitó Phoenix hace una semana, algunos residentes que fueron a verlo reprendieron a los periodistas que llevaban mascarillas por “ponernos los tapabocas solo para inspirarles miedo”, le dijo BrieAnna Frank, periodista de The Arizona Republic, a Tom Jones, de Poynter. Frank publicó un hilo de Twitter con videos en los que se ve que la gente acusa a todo pulmón a los periodistas de estar “del lado equivocado del patriotismo” y “simpatizar con los comunistas”.
Dos días después, frente al capitolio del estado en Sacramento, California, una mujer desplegó una pancarta que decía: “¿Saben quién es la doctora Judy Mikovits? No me digan que necesito una estúpida mascarilla”.
Mikovits es una científica desacreditada cuyas aseveraciones infundadas y alarmismo sobre el tema de las vacunas la han convertido en la heroína de los defensores de las teorías de conspiración y en estrella de las redes sociales y YouTube. Por supuesto, también habla de los tapabocas. Según dice, “usar un cubrebocas literalmente activa tu propio virus”.
Así que los cubrebocas son piezas de utilería en nuestro contaminado ecosistema informativo. También son símbolo del exceso de confianza de los estadounidenses. Cuando se declaró la pandemia no había suficientes, ni siquiera para los trabajadores de la salud, una escasez que no sufrieron otros países más preparados.
Las mascarillas también son emblemas, tal vez los mejores, del desdén que siente el gobierno de Trump por los expertos y sus conocimientos, y de la forma en que los denigra.
El mes pasado, cuando Donald Trump anunció que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades recomendaban el uso de cubrebocas, dejó más que claro que él no se los pondría y que nadie más tenía la obligación de hacerlo.
¿A alguien le parece raro que unas semanas después el vicepresidente Mike Pence haya ido sin tapabocas a la Clínica Mayo? No. Tenía que quedar bien con el jefe. Tenía que dejar clara su postura. Dejó claro que las mascarillas son para los preocupones debiluchos que están dispuestos a hacer cuanto les digan los intelectualoides y las élites.
Quienes tenemos cubrebocas en la cara, o a la mano en el bolsillo, definitivamente estamos haciendo lo correcto, pero eso no quiere decir que no manifestemos nuestras propias posturas. Lo sé porque no he dudado ni un segundo en ponerme el cubrebocas en lugares abiertos y no muy concurridos donde lo más seguro es que no hiciera falta, solo porque otras personas llevaban sus tapabocas.
Quería darles una señal. Quería que supieran que me tomo en serio la pequeña parte que me corresponde en la lucha para derrotar a esta pandemia. El poderoso individualismo no tiene cabida cuando se presenta la muerte a esta terrible escala. La libertad es esencial, pero también nos puede llevar a la muerte.
He oído decir mucho que esta crisis única nos unirá porque gracias a ella nos daremos cuenta de cuánto nos necesitamos unos a otros.
No obstante, es posible que termine alejándonos. La desigualdad en los ingresos no había sido tan evidente ni tan horripilante en décadas. Las tensiones entre los estados rojos y los azules, y entre las zonas rurales y urbanas, dictan las acciones y palabras tanto de los políticos como del público.
Y un acuerdo, que podría ser un salvavidas, es un emblema de tantas cosas más... de demasiadas cosas. Las mascarillas han desenmascarado una desconfianza inconmensurable en Estados Unidos. ¿Quién trabaja para encontrar la vacuna contra ese mal?
Por: Frank Bruni