En los últimos 120 años, insectos y hongos voraces han asolado Norteamérica con una regularidad aterradora, lo que ha afectado al castaño, al olmo, a la cicuta y, más recientemente, al fresno. Cada uno de esos árboles sirven como ancla para los ecosistemas naturales, así como para las economías y las culturas humanas.
Mientras el cambio climático y los incendios forestales acaparan los titulares, las especies invasoras han demostrado hasta el momento ser una amenaza mayor para la biodiversidad forestal en el mundo templado.
Estas plagas también han amplificado el cambio climático. Varias investigaciones han descubierto que los árboles que mueren en Estados Unidos debido a las pestes forestales liberan dióxido de carbono a la atmósfera en una proporción dentro del mismo orden de magnitud que los incendios forestales.
Así como no estábamos preparados para el virus que ha matado a más de 450.000 personas en Estados Unidos y a 2,2 millones en todo el mundo, tampoco estamos preparados para la siguiente pandemia de los árboles.
Las plagas que amenazan a los árboles son diferentes a las que afectan a los humanos de maneras importantes. El lado positivo (desde la perspectiva de un árbol) es que los insectos y las enfermedades son a menudo específicos de un género, así que ninguna plaga puede atacar a todos los árboles al mismo tiempo. El lado negativo, como señala Gary Lovett del Instituto Cary de Estudios Ecosistémicos, es que la gente puede permanecer en interiores y ser inmunizada, pero los árboles “tienen que estar plantados ahí y soportarlo”.
No obstante, de muchas maneras, las plagas de los árboles son sorprendentemente similares a las humanas y estas similitudes pueden ayudarnos a manejar ambos tipos de amenazas.
Las plagas humanas y de los árboles se mueven por el planeta a través de los viajes y el comercio. Colón y otros exploradores europeos trajeron la viruela, el sarampión y otros virus al nuevo mundo desde el siglo XV y los virus han saltado océanos desde entonces. La llegada de Colón también puso en marcha una reunificación biológica a menudo cataclísmica de la flora asiática, europea y americana. Las personas que cruzaron los océanos no solo trajeron nuevos patógenos, sino también nuevas plantas y sus séquitos de insectos y microbios.
En los millones de años que han transcurrido desde que los continentes se separaron de las que habían sido masas de tierra de mayor tamaño, los árboles como el castaño y el fresno se han ramificado en especies distintivas que brindan sustento a comunidades especializadas de insectos y microorganismos. Los árboles evolucionaron y desarrollaron defensas químicas (una suerte de sistema inmunitario de los árboles) para mantener esta alimentación en niveles manejables.
Es por eso que, por ejemplo, los robles blancos pueden dar sustento a más de 500 especies de orugas y al mismo tiempo retener suficientes hojas para alimentarse a ellos mismos.
El movimiento transoceánico de especies nuevas de árboles cambió las cosas. En ocasiones, una peste atacaba a un árbol lo suficientemente parecido a su árbol huésped para ser digerible, pero lo suficientemente diferente para carecer de las defensas contra esa peste. Por ejemplo, a principios de la década de los cincuenta, adélgidos lanudos provenientes de Japón fueron descubiertos en Estados Unidos. A los diminutos insectos les pareció deliciosa la savia del abeto oriental y comenzaron a multiplicarse, por lo que diezmaron los abetos orientales. Para cuando el problema encendió focos rojos en la década de los setenta, el brote no pudo contenerse. Podrían pasar miles de años antes de que el abeto oriental recupere la abundancia que tuvo apenas hace cinco décadas.
Esta historia de la infestación del abeto subraya un segundo paralelismo con la pandemia humana: usualmente hay un desfase de tiempo entre el momento en que las plagas comienzan a apoderarse de un árbol y cuando se vuelven perceptibles. Una vez que se han establecido, se vuelven demasiado difíciles de erradicar y pueden causar miles de millones de dólares en daños.
Además, siguen surgiendo nuevas pandemias de árboles. En California, la muerte súbita del roble, una enfermedad causada por un patógeno no nativo parecido a un hongo, se observó por primera vez en la década de los noventa. Ha matado a millones de árboles y ha tenido “efectos devastadores en los bosques costeros de California y Oregon”, según un equipo especial del estado de California.
El barrenador esmeralda del fresno, un escarabajo asiático que atacó por primera vez en los suburbios de Detroit a principios de la década de los noventa, ha diezmado a los fresnos. Desde esa fecha, ha matado a cientos de millones de árboles y amenaza a las dieciséis especies conocidas de fresno que son nativas de Estados Unidos, además de un número desconocido de especies de insectos que se alimentan de ellas.
También está la especie “Lycorma delicatula”, nativa de Asia oriental, que se cree llegó a Pensilvania en 2014 y destruye huertos y viñedos a un costo de millones de dólares en daños al año.
Tal vez la medida más simple para abordar esto sería dejar de importar árboles y plantas. Sin embargo, es poco probable que eso ocurra. La industria de la horticultura, la cual generó más de 4500 millones de dólares en ventas de las existencias de los viveros en 2019, según el Departamento de Agricultura, ha prosperado desde hace tiempo al ofrecer a los clientes una abundancia de plantas de todo el mundo.
Los reguladores en cambio han desarrollado protocolos de evaluación de riesgo y han prohibido o puesto en cuarentena algunas importaciones de árboles y plantas maderosas que se sabe albergan pestes peligrosas.
Estas medidas han ayudado, pero el sistema de protección de plantas de Estados Unidos sigue siendo imperfecto. Debido a que las pestes suelen especializarse en un solo género de plantas como el roble o el arce, Lovett recomienda prohibir la importación de árboles parecidos a los nativos. Innovaciones recientes han dado a los científicos herramientas más precisas para identificar nuevos insectos o amenazas patogénicas.
Por ejemplo, al plantar árboles nativos de Estados Unidos y Europa en China, los investigadores han descubierto insectos nativos de Asia que podrían causar daños graves a los árboles estadounidenses o europeos. Experimentos similares están en marcha para identificar amenazas para los árboles asiáticos provenientes de otros lugares. El comercio internacional de los árboles en los que viven esos insectos podría restringirse.
Regular las plantas vivas no será suficiente. El barrenador esmeralda del fresno y otro invasor destructivo, el escarabajo asiático de cuernos largos, no llegaron a Estados Unidos en árboles vivos, sino en el material del empaquetado de madera que se usa para transportar los cargamentos. Se cree que la “Lycorma delicatula” llegó en forma de huevo entre piedras para paisajismo. Los reguladores han respondido con el requisito de que el empaque de madera sea tratado con calor o fumigado. Requerir que quienes lo envían usen materiales alternos de empaquetado puede ser una solución incluso más efectiva.
Además, de la misma manera en que las pruebas para detectar el coronavirus han sido insuficientes, también lo han sido las inspecciones de cargamentos entrantes en busca de insectos o enfermedades que podrían atacar a los árboles. Solo una pequeña parte se inspecciona. Los insectos vivos todavía son detectados en un promedio de alrededor de 800 cargamentos al año, según cálculos de Faith Campbell, presidenta del Centro de Prevención de Especies Invasoras. Un número desconocido logra colarse.
Nosotros también tenemos un papel que desempeñar, al ser consumidores y transportadores responsables de plantas. Andrew Liebhold, un entomólogo del Servicio Forestal, me dijo que le preocupa que las pestes viajen sobre plantas exóticas en aviones dentro del equipaje de los pasajeros, el cual casi no es inspeccionado. También le preocupa el auge del comercio electrónico, el cual se ha incrementado con la pandemia. “Puedes comprar todo tipo de plantas exóticas y hacer que te las envíen”, mencionó. “Es un camino muy difícil de controlar”.
En los últimos años, un coro de voces (incluyendo a ecologistas y expertos en salud pública) ha hecho un llamado a la preservación de los bosques y de los árboles para evitar una serie de males, desde el estrés térmico urbano hasta el cambio climático global y las pandemias humanas. En efecto, se ha vuelto evidente que la deforestación incrementa las probabilidades de que los humanos sean expuestos a patógenos más peligrosos.
No obstante, se ha prestado menos atención a intentar detener la creciente marea de plagas que los humanos, a través del comercio global en rápido crecimiento, los sistemas regulatorios débiles y la simple falta de cuidado, han inflingido en los árboles. Si queremos que los bosques nos protejan, primero tenemos que protegerlos.
Por: Gabriel Popkin