Aunque preferiría no estarme preguntando si algunas cosas tan triviales que me ocurren sea correcto compartirlas en mis escritos semanales y proceder, como si nada, a iniciar mi relato que peligrosamente podría hacerme ver, si me descuido, como una de esas plañideras que acompañan al difunto cuando no tienen quien lo llore, ya que no se me ha hecho raro encontrarme en las mañanas lamentándome de lo que fui, de lo que hice y de lo que no fui y no hice durante tantos años de vida y con tantos reproches por hacerme y cuentas pendientes que se fueron acumulando conmigo mismo y con el prójimo. Lo cierto es que a pesar de que al recordar dejó de lado algunos hechos y tiendo a mentirme sobre otros, queda un sustrato de verdad difícil de evitar por más que intente hacerle el quite con esa manera muy mía de ir por las ramas. El hecho simple de una caída es a lo que me quiero referir, no sé ni el por qué, ni para qué.
La víspera de Navidad estaba muy atento a la llegada de mis tres hijas. Encontrarnos los cuatro me causaba la mayor ilusión. Hice los preparativos excediéndome en las viandas, pero muy parco en la decoración. Ni siquiera alisté un pesebre y como árbol clavé en una matera al lado de un bagazo, un pedazo de un pino de esos de mentiras que iluminé con unas luces de colores que por suerte había comprado unos días antes. Una especie de pequeño altar pagano era donde se colocarían los regalos que, en su gran mayoría, fueron libros, en donde Totoro y pingüino, peluches ambos, se protegían con una sombrilla japonesa de papel instalados sobre un papel brillante de color verde. Una orquídea cymbidium de color amarillo, en matera de plástico, daba cierto tono romántico a la escena. Con el paisaje nocturno de montaña y las luces de las casas a lo lejos se completaba el escenario navideño.
La mayor de mis hijas, Ana, ha estado escribiendo una novela y decidió hacer una residencia de un mes largo en Casasalas, que es el nombre de mi casa taller. La segunda, Sarita, llegaría el 24 para la celebración y la menor, Palomita, el 23 en la noche.
Al ir a recoger a Palomita tenía el calzado menos apropiado para salir, unos crocs con sus suelas gastadas y lisas. A la entrada de Casasalas hay una butaca en donde cambiarse el calzado y no quise hacerlo, no por pereza, sino porque… no me dio la gana. De ahí fue la caída. En un andén de cemento resbalé como si fuese de hielo. Vivido en cámara lenta sentí que perdía el equilibrio y que mi espalda golpeaba fuertemente una protuberancia en el andén. Me quejé con un ¡Ayayay! Que ahora me avergüenza. Caerse genera vergüenza, como le ocurre al boxeador abatido por el certero golpe de su contendor, o como debió sentirse Saulo de Tarso luego de caer de su caballo, en el instante que precedió a los rayos de luz con los que Dios los iluminó llevándolo a la conversión. Mi hija se angustió mucho y se apresuró a auxiliarme. Pensé por unos segundos que si la columna hubiera estado comprometida por el golpe no podría moverme. Cuando me pude levantar ya me sentí capaz de ir al carro y conducir hasta la casa. Así lo hicimos, yo en silencio achacándome el ir tan inapropiadamente calzado y mi hija llorando insistiéndome en ir a urgencias.
El suceso merecería ser mejor relatado y más cuando va a ser publicado y leído, no sé si por muchos o pocos. En los diez años, o algo así, que llevo escribiendo cada semana en Kienyke, lo que se me ha convertido, más que en una obligación, en un hábito que no me es penoso, por el contrario, del que disfruto por lo general en las mañanas de los lunes, me he ido haciendo a la idea del saber si son pocos o muchos los que dedican unos minutos a leer la página y media de mis artículos, no es realmente lo que me motiva a hacerlo. Volviendo al cuento, lo cierto es que la cosa no pasó a mayores, gracias al Divino Niño, y pudimos celebrar la Navidad en familia a pesar del percance.
Aunque me digo que no vale la pena darle vueltas al asunto pensando en lo que habría podido ser en el caso de que la cosa hubiese sido grave, no puedo evitarlo. Y, como ya es costumbre en mí, tampoco puedo evitar hacer el símil con el momento político. Qué resbalón tan espantoso este que se pegó Colombia con la subida del mequetrefe. Qué golpe tan brutal se dio en la espalda. Pero ya después de comprobar, luego de penosos meses de estar postrada por el golpe, que la columna no quedó comprometida se podrá levantar, pero no para lamentarse de su falta de prevención y su poca prudencia sino para ver que una segunda oportunidad se le presenta, la de mandar al carajo a todo lo que huela a progresismo de izquierda y retomar la marcha, aunque aporreada, pero consciente de que no se puede ir mal calzado cuando el terreno es resbaloso.