No sé si a ustedes les pasa lo que a mí, supongo que el asunto es común al género humano, pero hay gente que sin habernos hecho nada en concreto nos es antipática de entrada. Se puede cambiar de opinión, también me ha ocurrido; y cuando los conoces, dices: “hombre, no es tan tonto como parece” o “resultó no ser tan grosero” y cosas así. Los más expuestos a caer mal, obviamente, son los personajes públicos. Y los políticos ya no digamos.
A mí Boris Johnson, por ejemplo, no me ha hecho nada, y además vivo muy lejos de él como para preocuparme por su existencia, pero siempre he pensado que el tipo es un cafre. Doña María Moliner, que es una señora a la que tengo en muy alta estima (ya ven, y no llegué a conocerla), define en su Diccionario como tal cosa a un “bárbaro y brutal en el más alto grado”. Yo intuía que Boris era algo así, pero no tenía muchos elementos para sustentar el calificativo hasta que leí hace unos días, un artículo de Simon Kuper, que escribe en el Financial Times, y comprobé que tengo razón.
Como me fio de la seriedad del señor Kuper y del medio en el que escribe, les quiero compartir algunos de los datos que nos aporta sobre el premier británico. A diferencia de todos los líderes de su partido, el Conservador, que desde 1965 a 2005 fueron a escuelas públicas, Boris se educó en Eaton, un lugar en donde se forman los que se creen destinados a crear las reglas, no a obedecerlas.
Otro detalle diferenciador con políticos de otras épocas es que casi todos los líderes conservadores de 1940 hasta 1975 lucharon en guerras mundiales, donde no podían sentirse por encima de las normas que regían a las clases inferiores.
En Oxford, Boris perteneció a un club exclusivo y antimeritocrático que elegía a sus miembros, todos ellos varones, por su origen social. Hacía declaraciones públicas de derechos, y sus socios saqueaban restaurantes o las habitaciones de los recién llegados, bajaban los pantalones a gente de casta inferior y contrataban prostitutas con el fin de humillarlas. Unos verdaderos angelitos.
Boris Johnson siempre ha sido fiel a los principios de esa cofradía llamada Bullingdon Club, cuyo lema es: “Las reglas no aplican para nosotros”. Y cuando fue corresponsal de prensa en Bélgica, antes de ser primer ministro, actuó instintivamente como socio distinguido del Bullingdon Club: escribió una serie de artículos falsos criticando a los “burócratas de Bruselas” y allanando así el camino hacia el Brexit. “Sus burlas —dice Simon Kuper— expresaban la creencia fundamental de la clase dirigente tory: nadie nos dice lo que tenemos que hacer y tenemos derecho a la máxima libertad”.
Un claro ejemplo de que lo que cuenta Kuper sobre Johnson es cierto es lo que en Gran Bretaña se conoce como el Partygate, las fiestas navideñas de 2020 en la residencia del primer ministro en Downing Street. Algún traidor en sus propias filas filtró a los medios británicos videos y fotos que mostraban la parranda en casa de Boris. Mientras el gobierno desaconsejaba reuniones familiares hacía la vista gorda a las bacanales que se corrían sus asesores.
El escándalo enfureció y ofendió a quienes no pudieron despedirse de los más de cien mil que el coronaviurs mató en el Reino Unido. Por eso a Johnson le tocó asumir de la manera más directa que sus propios diputados votaran en contra del plan B que les presentó para combatir la variante Ómicron. Más de la cuarta parte del partido Conservador votó en contra. Lo salvó el hecho extraordinario del apoyo táctico de la oposición, pero el líder laborista hizo a cambio una buena definición del personaje: “Es el peor primer ministro en el peor tiempo posible”.
Ahora solo cabe esperar a que el partido Conservador, tan pragmático como inclemente a la hora de echar a la calle a dirigentes que considera que han sobrepasado su fecha de caducidad, lo ponga en el sitio que merece. Cuando eso ocurra, ya sabemos por qué. Y por qué, además, este tipo nos caía tan mal.