Buena parte de los colombianos crecieron oyendo a sus padres culpando a otros de sus propias responsabilidades como ciudadanos. No hablo, por supuesto, de las injusticias sociales, económicas y epistémicas tan evidentes en tantos lugares de este país de la belleza. Me refiero, por supuesto, al ámbito de nuestras vidas individuales, allí donde los pequeños esfuerzos no son aplaudidos ni tienen grandes recompensas a corto plazo.
Esa especie de desidia doméstica se advierte cuando, ante la impotencia producida por emergencias que se imponen en el mundo entero, como el colapso climático al que asistimos impávidos estas semanas como si nos resistiéramos a entender la magnitud de lo que podemos experimentar, alzamos los hombros para venir a decir que nada de eso nos corresponde, que debe haber otros que vengan a salvarnos, que las autoridades son las encargadas y responsables de nuestra vida como seres humanos. ¿Somos conscientes de que nuestra manera de consumir, de despreciar los ríos, de botar residuos a la calle o de relacionarnos con otros basados en el miedo es, en parte, responsable de todo lo que nos ocurre?
A la autoridad la define el reconocimiento. Es decir, no hay autoridad si otros no deciden reconocerla. Eso, digamos, parece tener cierta legitimidad en buena parte de la sociedad: reconocemos, sí, pero no estamos dispuestos, la mayoría de las veces, a ponernos del lado de, y comprender que una mujer o un grupo de hombres como ustedes aquí reunidos hoy no pueden garantizar solos la seguridad de una aglomeración en un concierto de música; el cuidado de los muros que alzaron miles de esclavizados en un patrimonio como el castillo de San Felipe en Cartagena, o el bien pasar de los cientos de miles de viajantes que llegan del mundo entero fascinados y curiosos ante la potencia de la vida que es plausible en las geografías que componen este país megadiverso y biocultural y que en el primer semestre de este año produjeron 4.770 millones de dólares en divisas, haciendo que el sector turismo creciera un 7.7 % en el primer semestre de este año.
Ante el tremendo desafío de pensar en una nueva manera de conversar en esta sociedad sobre qué significa la seguridad y qué el cuidado, debemos comenzar a revisarnos, primero, a nosotros mismos. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a confiar en los demás, aún a riesgo de fracasar y de comprobar, muchas veces, que esas confianzas serán traicionadas? ¿Cuál es el límite de esa confianza y cuáles serán las consecuencias si se transgreden una y otra vez? ¿Es necesaria la violencia para contener esas transgresiones? ¿Cuánto nos relacionamos con aquello a lo que pretendemos cuidar? Para ponerlo de otra manera: ¿es posible cuidar a las miles de mujeres que se sienten inseguras de caminar o viajar solas por el país si nuestras afirmaciones cotidianas como hombres las siguen considerando de menor valía o importancia; si insistimos en bromas que las incluyen como si fueran complicadas, histéricas o exageradas; si no comprendemos que es ominoso que muchos hombres sean capaces de asesinarlas día a día? ¿Es posible hablar de esa megadiversidad si nosotros mismos no sabemos por qué debemos ahorrar agua y cuidar los nacimientos de los ríos, y sus cuencas, pues de otra manera viviremos la escasez y la dolorosa comprobación de que no fuimos capaces de creer que el lobo era verdad y estaba dentro de nosotros mismos? ¿Es posible, entonces, cuidar el patrimonio de un país sin entender qué es ese patrimonio más allá de las fechas y los datos y por qué importa la memoria en una sociedad, como una continuidad de legados conflictivos que nos ayudan a vivir gracias a que tenemos un pasado? ¿Es posible, finalmente, creer que podemos contener con violencia a esos jóvenes que también fuimos nosotros en lugar de entregarles la responsabilidad, con prevención, como lo hicimos el pasado 12 de abril, en la plaza de Bolívar de Bogotá, cuando en el primer concierto PazRock, que reunió a 50.000 personas, con el mensaje de cuidarnos, de querernos aún en la enorme diferencia de lo que somos, realizamos un ejercicio de autocontención, de responsabilizar a los demás de sus propias vidas y de las que estaban a su lado? Allí, en ese lugar, tocó una de las bandas más duras y pesadas, según el argot musical, de nuestra historia rockera, llamada La Pestilencia. Cuando Dilson Díaz, su vocalista, se subió a la tarima, lo primero que dijo fue: «Acá, La Pestilencia, jamás había podido tocar. Hoy estamos en el lugar de los hechos. Vamos a hacer el pogo más grande del que tengamos noticia. ¿Y saben una cosa? A quien se caiga, lo vamos a levantar, y a quien pelee, lo vamos a calmar». Esa noche, cincuenta mil jóvenes salieron de la plaza sin peleas. No hubo puñaladas ni rabia.
No quiero parecer ingenuo hoy ante ustedes, pero sí quiero decirles para qué sirve la cultura, por qué cuando el espacio público se ocupa, se ilumina, se embellece, se cuida y ustedes sonríen, confían, y quizá ante el fracaso actúan para documentar, educar o simplemente sancionar dentro de los límites, podemos hacer de ese cuidado el verdadero pacto por la seguridad humana que pretende este Gobierno. Seguridad humana es cuidado. Es que seamos capaces de poner un espejo frente a los ciudadanos para persuadirlos de que somos responsables y podemos actuar en consecuencia sirviendo a otros. Es fundamental involucrar a las comunidades y volverlas parte de la gestión de los bienes de interés cultural, para su protección, prevención y mitigación de impactos del turismo; desarrollar los temas de seguridad turística desde una mirada integral y de manera conjunta.
El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes está atento y disponible para participar, según las normas vigentes, en el Consejo Nacional de Seguridad Turística y en los Comités Departamentales de Seguridad Turística cuando estos sean convocados. El papel de esta cartera es fundamental en el desarrollo de acciones que propendan por la seguridad turística del país, pues garantiza que se contemple la protección y promoción de los valores culturales y de los bienes de interés cultural: podemos aportar experiencia y conocimiento en la gestión de la seguridad desde una perspectiva que no solo se concentra en el bienestar de los turistas sino, además, en la protección y salvaguardia del patrimonio cultural del país y de sus comunidades. Así mismo, juntos podemos abrir una verdadera cooperación, articulación de esfuerzos entre instituciones y actores nacionales e internacionales y el desarrollo y la promoción de políticas públicas que generen actividades turísticas sostenibles y en armonía con la cultura.
La división de la Policía de Turismo de Colombia, creada a través del artículo 73 de la Ley 300 de 1996, Ley General de Turismo, que depende jerárquicamente de la Policía Nacional y administrativamente del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, se constituye como un actor fundamental en el desarrollo de la actividad turística del país, toda vez que sus funciones se orientan hacia la protección de los turistas, los prestadores de servicios turísticos y el respeto por las comunidades de destino. Es importante que se contemple que los ministerios de Ambiente y Culturas entren a hacer parte de sus acciones y comités para aprender a tejer y cuidar juntos. Estamos a disposición de desarrollar de manera permanente acciones de formación y capacitación dirigidas a actores de la cadena de valor del sector turístico públicos y privados y comunidades de destino, así como acciones de sensibilización dirigidas a los turistas, garantizando la participación y el conocimiento de todos los involucrados.
El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes ha profundizado estos dos años una relación con la cartera de Defensa. Tenemos un gran proyecto conjunto a la Armada de Colombia, en una misión científica y cultural, para investigar y cuidar juntos el galeón San José, hundido en las costas de Barú hace tres siglos y veinte años; trabajamos en proyectos de Seguridad Humana junto al ministro Iván Velásquez. Hoy mismo está viajando una comisión del Ministerio hacia El Plateado, Cauca, para insistir en que los procesos culturales como los talleres de cine y música comunitaria que realizaremos allí son definitivos en crear nuevas sensibilidades en el país e intentar caminos en medio de una guerra que se prolonga sin pausa. Junto al coronel Cubides y el general Salamanca, hace unos meses, decidimos colaborar para crear, juntos, en la Estación de la Sabana, un gran proyecto cultural para Bogotá, donde permanezca la policía de tránsito y su museo del transporte. Allí las madres de Soacha construirán junto a artistas el parque Memorial de la Vida, en homenaje a sus hijos asesinados infamemente.
Sabemos que hay dolores en muchos lugares y personas de este país. Pero si comenzamos a cuidarnos los unos a los otros, estoy seguro de que produciremos una sociedad capaz de honrar la memoria y abrazar la esperanza.