Nuestra viabilidad como nación está directamente ligada al cumplimiento de las normas que rigen nuestra convivencia colectiva. Sin embargo, pareciera que lentamente se está erosionando el respeto por la ley y por quienes la ejercen. Videos en los que ciudadanos golpean a agentes de tránsito simplemente por cumplir con su trabajo, los innumerables colados en sistemas de transporte, o políticos que no se ruborizan en violar las leyes que juraron cumplir, son escenas que deberíamos rechazar y condenar, pero pareciera que las aceptáramos con cierta pasividad.
En su libro ‘¿Por qué incumplimos la ley?’, el ex asesor y ex embajador de Colombia, Jaime Bermúdez Merizalde afirma que los seres humanos somos incumplidores por naturaleza y que la contradicción o ausencia de sentimientos morales o de normas sociales hace que la obligatoriedad de la ley sea más frágil o, incluso, inexistente. Las personas somos maleables y podemos ser manipuladas con cierta facilidad.
En ese contexto, cada vez que vemos a alguien saltarse una ley o una norma sin recibir algún tipo de sanción, lo que ocurre es que, como sociedad, estamos promoviendo una cultura del incumplimiento o del irrespeto. Una de las diversas razones por las cuales cumplimos la ley es por el temor a ser sancionados por parte de una autoridad; si ese miedo desaparece, el resultado es una falla estructural del Estado, un incentivo a la anarquía y una pérdida de valores fundacionales.
Dice Yuval Noah Harari que “las sociedades se desarrollan mediante la creación de ficciones que permiten resolver necesidades vitales”. La confianza en las instituciones no es algo material, pero resuelve una necesidad esencial: convivir con cierto grado de armonía. En la medida en que cada vez más colombianos se desencantan de sus instituciones, por la ausencia o fallas en sus decisiones, crece el incentivo para violar la ley, pues pensarán que no hay penas por sus acciones o que es fácil evitar las sanciones por la incapacidad que tiene el Estado para someter a quienes delinquen.
Urge entonces comenzar a recuperar la confianza en nuestras instituciones, así como la capacidad para garantizar justicia con oportunidad y debida proporción, de modo que quien piense cometer un ilícito lo piense dos veces y constate que tiene más por perder que por ganar. Por otro lado, hay un componente esencial para mejorar nuestra relación con las normas: la educación. Pero no sólo la de colegios y universidades (donde se debería reforzar o comenzar a formar en civismo), sino la educación familiar. Los valores se transmiten mejor con el ejemplo que recibimos todos, principalmente en la infancia, más que en teorías anotadas en cuadernos. La educación, en su sentido más amplio, nos permitirá no solo ser cumplidores de las normas, sino sancionar socialmente a quienes las incumplen, pues finalmente las normas existen porque somos conscientes de que no se cumplen por parte de todos.
No podemos olvidar que una sociedad descree de sus normas es una sociedad que estará condenada a ser inviable. La tarea para todos es, pues, cambiar la percepción hacia el cumplimiento de la ley o las normas sociales como algo deseado en lugar de pensar que “el vivo vive del bobo”, que “la ley está para saltársela” o que “hay que correr la línea ética”.