La reforma tributaria presentada por el Gobierno Nacional ha despertado múltiples preocupaciones entre los diferentes sectores, debido a que plantea cambios que impactarían a las empresas y al ciudadano de a pie, motivo por el que aprovecho este espacio para compartirles algunas reflexiones que van más allá de estudiar el propósito obvio de la reforma y analizar la iniciativa desde un plano integral, valorando su impacto económico, así como los mensajes de política fiscal que, como nación, se están transmitiendo con este proyecto.
En primer lugar, un mensaje positivo es el cambio propuesto en la tarifa del impuesto de renta a las empresas (35%), que actualmente es muy elevada frente a los países de la OCDE, además, contribuiría a una mayor competitividad de las pequeñas empresas al presentar un precio diferencial para ellas del 27%. Cabe recordar que, durante la primera reforma tributaria de este Gobierno, propuse reducir la tarifa de renta para las Mipymes acercándola al 25%. Aunque esta propuesta no fue adoptada en su momento, celebro que el Gobierno haya decidido retomarla, dado que se originó en los gremios.
No obstante, esta reducción en la tarifa podría generar un hueco fiscal al implicar una disminución en el recaudo por concepto de renta de 28,7 billones entre 2026 y 2030, especialmente porque la reforma no establece una fuente sustituta de ingresos tributarios fijos que compense este desmedro financiero. Peor aún, dentro de las otras fuentes de ingresos previstas están proyectados 1,6 billones para 2025, cuya fuente sería un supuesto mayor recaudo de la DIAN; desafortunadamente, la gestión tributaria durante este año, a pesar del fortalecimiento de talento humano e infraestructura tecnológica, no ha sido la esperada y las estimaciones de recaudo no se han logrado. Las razones de este incumplimiento no son atribuibles exclusivamente a la DIAN, pero sí demuestran la incapacidad sostenida del Gobierno para cumplir con las metas mínimas de recaudo.
Por otra parte, se envían mensajes contradictorios en la política de transición energética. Mientras se adoptan incentivos plausibles para las inversiones en proyectos de energías renovables, como los bonos de transición energética que permiten descontar de los impuestos hasta el 50% del valor facial de la inversión, y la exención de IVA a los bienes y servicios usados para proyectos de energías limpias (que hoy son excluidos), se incrementa de forma desproporcionada el impuesto al carbono con el que se grava a los combustibles de transición energética, como es el caso del Gas Licuado de Petróleo (GLP) y el Gas Natural, y se aumenta el IVA del 5% al 19% a los vehículos híbridos.
El caso del GLP y el Gas Natural es particularmente preocupante porque afectaría frontalmente la canasta familiar. Hoy la tarifa del impuesto al carbono del GLP está en $168 por galón y del Gas Natural en $39 por m3. De ser aprobada la reforma el impuesto aumentaría un 360%, pasando a $141 por m3 y a $471 respectivamente, afectando al 90% de las familias colombianas que utilizan estos combustibles para cocinar. Además, aunque la gasolina y el ACPM no son combustibles de transición, con la reforma tendríamos incrementos similares que terminarían perjudicando el componente inflacionario de transporte y por consiguiente el de alimentos.
Otro tema central de la reforma, que se parece más una ley de endeudamiento que a una de financiamiento, es la modificación a la Regla Fiscal, un aspecto técnico pero fundamental. Recordemos que la Regla Fiscal busca, en palabras de la Corte Constitucional: “garantizar un balance entre los ingresos y gastos estructurales de la Nación para estabilizar la deuda pública.” De esta manera, respetándola se garantiza que la deuda pública sea sostenible y, se asegura a largo plazo, que el país no entre en situaciones de insolvencia.
Lo inquietante de la modificación que se plantea en el artículo 23 del proyecto es que, al anticipar la aplicación de los cálculos paramétricos de la Regla Fiscal del 2026 a 2025, se abre la puerta a un mayor nivel de gasto público por 5,34 billones que no provienen de ingresos tributarios que, en la práctica presupuestal, solo significa que los recursos provendrán de más deuda.
Al mismo tiempo, este artículo abre otra puerta que resulta fiscalmente irresponsable. Con la exclusión de las llamadas “inversiones verdes” del cálculo del Balance Primario Neto Estructural (BPNE), el cual es determinante para el cumplimiento de la Regla Fiscal, amplía el margen de gasto en hasta 0,3% del PIB o $4,7 billones. En palabras sencillas, el Gobierno podrá tener un gasto en “inversiones verdes” de hasta $4,7 billones en 2025 que “no se tendrá en cuenta” para efectos de cumplir la Regla Fiscal, pero con seguridad afectaría los niveles de deuda del Gobierno impidiendo alcanzar el nivel de deuda de ancla del 55%. Esta propuesta, imposible de aceptar, solo envía mensajes dudosos en el manejo de las finanzas públicas colombianas encareciendo el financiamiento de la deuda.
En este sentido, si bien hay aspectos positivos como la reducción de impuestos para las empresas, con el telón de fondo de un país que afronta serias dificultades económicas, un mayor gasto y un mayor endeudamiento son absolutamente insostenibles. Por ello, la estrategia de comunicación que adopta el Ejecutivo en la búsqueda por aprobar esta ley de “financiamiento”, al atar las necesidades presupuestales de 2025 y algunas mejoras puntuales del sistema legal, con otras disposiciones que buscan financiar el gasto público con deuda insostenible y sin cubrir las fuentes de ingresos tributarios necesarias, le resta categoría democrática al debate.