“Pichal” y “Boroló” son términos que no pertenecen a la idiosincrasia bogotana y son usados coloquialmente en otras regiones de Colombia, haciendo alusión a aquellas cosas que son un fangal, pantanosas, estancadas o cenagosas o que se asocian al desorden, problema o barullo, respectivamente. Estos dos conceptos parecen describir a la perfección el futuro de muchas regiones en Colombia sometidas a la corrupción, el asistencialismo y el olvido estatal. La incomprensión de las realidades sociales de las regiones ha radicado en un marcado centralismo y una débil cultura política y democrática en los territorios.
La reciente aprobación de la reforma al Sistema General de Participaciones (SGP) en Colombia ha generado un verdadero “boroló” político y social a nivel nacional que vale la pena revisar con detenimiento ¿Por qué es importante ponerle los ojos a este tema? ¿Es acaso un “pichal”? Por un lado, esta reforma promete aumentar significativamente los recursos transferidos a las regiones, pasando del 23,8% al 39,5% de los Ingresos Corrientes de la Nación en un período de 12 años. Mientras que, por otro lado, plantea dudas sobre su sostenibilidad financiera y la capacidad del Estado para garantizar que estos recursos sean utilizados de manera efectiva. ¿Es este un verdadero avance hacia la descentralización o simplemente otra promesa que se quedará a medias?
En primera medida, uno de los aspectos más positivos de esta reforma es su intención de fortalecer la autonomía de las regiones. En un país históricamente centralizado, donde las disparidades territoriales han perpetuado la desigualdad, este incremento en las transferencias podría representar una oportunidad para cerrar brechas en educación, salud e infraestructura básica. Las regiones más apartadas, como Chocó o La Guajira, podrían contar con mayores recursos para atender necesidades históricamente desatendidas.
Sin embargo, aquí surge la primera pregunta: ¿basta con aumentar los recursos? Históricamente Colombia está repleta de ejemplos donde los recursos, aunque abundantes, no han generado el impacto esperado debido a la falta de una gestión eficiente y transparente. El Sistema General de Participaciones no es ajeno a estas dinámicas. En numerosas ocasiones, las transferencias a las regiones han terminado financiando proyectos sin planificación estratégica o, peor aún, han sido desviadas por redes de corrupción que operan con total impunidad.
El problema no radica únicamente en la cantidad de dinero, sino en la forma en que se administra, distribuye y ejecuta. Sin estas garantías, los ciudadanos seguirán enfrentando las mismas deficiencias en salud, educación e infraestructura que deben solucionarse.
Por eso, cualquier reforma al SGP debe ir acompañada de un fortalecimiento institucional en las regiones. Es urgente invertir en la capacitación de los equipos administrativos locales, implementar sistemas de seguimiento y evaluación que sean públicos y accesibles, y garantizar la participación ciudadana en el monitoreo del gasto. Además, se necesitan sanciones ejemplares para quienes malversen los recursos públicos, independientemente de su rango o afiliación política. Sin estas medidas, el riesgo de perpetuar las desigualdades y alimentar la desconfianza en las instituciones será mucho mayor. Aumentar los recursos es un paso importante, pero sin una estrategia de gestión que priorice la transparencia y la rendición de cuentas, esta reforma podría convertirse en un arma de doble filo.
Ahora bien, la reforma no puede analizarse sin considerar su impacto fiscal. Según Fedesarrollo, esta medida implicará un gasto adicional de aproximadamente 40 billones de pesos anuales. En un contexto donde el país ya enfrenta un déficit fiscal significativo, ¿cómo se financiará esta expansión? Las respuestas no son claras, y el riesgo de nuevas reformas tributarias que afectan a la clase media y baja es una posibilidad preocupante.
Además, la implementación gradual de la reforma, que comenzará en 2027, deja mucho espacio para la incertidumbre política. ¿Qué garantías existen de que futuros gobiernos respeten este compromiso? ¿Qué sucede si las dinámicas electorales o económicas cambian el rumbo de esta iniciativa?
Otro desafío crítico es la falta de claridad en la asignación de competencias. Sin una definición precisa de las responsabilidades entre el Gobierno Nacional y las entidades territoriales, los recursos adicionales podrían perderse en la burocracia o en proyectos que no respondan a las verdaderas necesidades de la población. Esto podría perpetuar las desigualdades en lugar de solucionarlas.
En este orden de ideas, Colombia necesita algo más que dinero: requiere una planificación estratégica que contemple una reforma integral de las competencias, la transparencia en el uso de los recursos y el fortalecimiento de las capacidades administrativas en las regiones. Sin estas medidas, la reforma podría convertirse en un espejismo que genere más frustración que resultados.
El éxito de esta reforma dependerá de la voluntad política y la capacidad técnica del Gobierno y los actores regionales para construir una verdadera ruta de desarrollo local. Los ciudadanos también tienen un rol crucial: exigir transparencia, monitorear la ejecución de los recursos, participar activamente en los procesos de planificación territorial y sobre todo, reivindicar su identidad regional ante un gobierno que parece olvidar que las realidades y costumbres del país no son homogéneas… el desconocimiento (y hasta desprecio) a términos como “pichal” y “boroló” no son el único ejemplo del centralismo que aún impera en las diferentes instituciones de Colombia, “no hace falta tener dos dedos de frente” para darse cuenta que somos más que aquello que se imagina desde Bogotá.