Decíamos que leído y releído el libro de Paul Strathern, a miles de kilómetros de mi biblioteca y con muchas ideas sueltas -tal vez- de “Historia de un deicidio”, me di a la tarea de delinear las coordenadas de Macondo para clase del profesor De Shield.
30 años han pasado desde que visité por primera, y última, vez ese pueblo imaginario que no se puede ubicar, por más GPS que se tenga hoy, sobre el mapa de una Colombia que reduce cada vez más su tasa de analfabetismo, pero que simultáneamente lee menos.
Para iniciar mi disertación, tenía muy presente que Macondo aparece por primera vez en las líneas que dejaron tras de sí La Hojarasca, escrita en 1955 cuando García Marqués-como dicen algunos anglófonos- contaba con apenas 27 años. En esta “novella” nace el universo macondiano que tomará forma definitiva, doce años después, en Cien años de soledad.
Del nombre de una plantación bananera surgió Macondo e hizo una novela corta cuyo borrador envió, bajo el título de La Hojarasca, hasta Buenos Aires para ser publicada por la editorial Losada. La respuesta no pudo ser más contundente: “You have not sufficient talent to become a genuine writer. I recommend you concentrate on taking up another career”, cuenta Strathern en algunos de los apartes de su sucinta obra.
En efecto, pude recordar para mi exposición de la clase de De Shield que Macondo es el escenario donde discurre el auge y decadencia de los Buendía, fundadores de ese utópico villorio mundialmente reconocido, y que solo está en las mentes y corazones de quienes hemos transitado por las páginas de esa hojarasca que dejó a su paso El Pulpo o la United Fruit Company (UFCO).
Incluyendo un incidente de orden público en Ciénaga en 1928 que, gracias al realismo mágico, pasó a convertirse en masacre. De esta intrincada relación política-literatura resulta fácil deducir que este movimiento literario ha reforzado lamentablemente el entramado de mitos y leyendas que definen la política latinoamericana.
Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, provenientes de la Guajira con una serie de tradiciones e historias como la del asedio de Sir Francis Drake, son los primeros que figuran en el árbol genealógico de Macondo. El resto de la saga se encuentra a lo largo de la historia que, no creo equivocarme, vive cada vez más en su propia soledad.
También expliqué que tal como he venido insistiendo, desde hace muchos años, los colombianos citan mucho al tal “Gabo” pero lo leen cada vez menos. Así, la historia de la dinastía de los Buendía, y sus divertidas historietas, se perderán en el olvido como si de una plaga de amnesia se tratara por cuenta de las nuevas generaciones.
Es más, los que se autoproclaman como los más “intelectuales” se quedarán -en el mejor de los casos- con la versión que desde hoy les ofrecerá Netflix y que acompañarán con ediciones especiales de café Juan Valdéz o bebidas como Colombiana Postobón. Obviamente, la foto para subir a redes sociales será la mejor muestra de su “profundo” conocimiento de la obra de su tal “Gabo”. Esos ejemplos ratifican que la obra de García Marqués (repito, como dicen algunos anglófonos) es un fenómeno más comercial que literario, en el sentido literal de la palabra.
Para mi escueta presentación fue importantísimo tener presente que García Márquez había trabajado como periodista y que durante estos años se encuentran los cimientos que lo hicieron un escritor efectivo. Como columnista de varios diarios, en especial en El Espectador, dio muestras de su destreza para escribir concisamente y con un estilo que captó, rápidamente, un público que se fue acostumbrando a sus historias como la que terminó por convertirse en Relato de un náufrago (1955).
De esas mismas páginas de El Espectador pude rescatar La Tercera Resignación (1947) que fue su primer cuento. Los escritos posteriores tienen, a mi juicio, una fuerte influencia tanto de Edgar Alan Poe como de Juan Rulfo, otros más autorizados que yo dicen que Faulkner fue absolutamente decisivo. Sea cual sea su influencia, para ese momento García Márquez ya era un escritor eficaz que podía, en pocas palabras, recrear historias con un tono verdaderamente fantástico.
Historias que, por demás, escuchó durante su infancia en la voz de sus abuelos Tranquilina y el coronel Nicolás Márquez. Muchas también cuando fue, según el decir, vendedor de enciclopedias tras dejar su trabajo en El Heraldo de Barranquilla por allá en 1952. Mi aporte terminaba sugiriendo a los jóvenes estudiantes de literatura latinoamericana que la lectura de “Historia de un deicidio” les resultaría muy útil y que disculparan mis muchas lagunas. El tiempo hace sus estragos.
A los días de mi sucinta presentación y con cierta frustración por no poder ofrecer mi mejor aporte a la clase del profesor De Shield dado que sin los libros suficientes (sobre todo la tesis doctoral de Vargas Llosa), la presentación no resultó del todo garciamarquiana como lo hubiera deseado. Con mi molestia a cuestas, decidí irme a celebrar mi cumpleaños a un par de islas caribeñas.
En compañía de Paola, quien había venido expresamente desde Brasil a celebrar mi onomástico decidimos pasar unos días de descanso en algún punto del Mar Caribe. Al regreso, en uno de los tantos cayos que configuran nuestro Mare Nostrum, aterrizó una tormenta tropical que amenazaba por convertirse en huracán. Sin ver noticias locales salimos a recorrer la paradisiaca isla, y así pudimos descubrir que un ciclón tropical tocaba tierra.
Sin embarcaciones que nos llevaran de vuelta a casa tuvimos que tomar otra habitación en el mismo hotel donde inicialmente nos alojamos. Al recibir el cuarto, cerré la puerta y sintiendo que algo me miraba, di vista atrás y pude notar que había un libro naranja cuyo título decía: One hundred years of solitude.