El gol del empate ante Chile, sin lujos, hijo del azar y no del juego, que salió de la nada en el último suspiro.
El balón loco en el área por el mal manejo de rebotes, que regresó obediente al zapato de Falcao, cuando el partido agonizaba y los sueños se desvanecían.
El gol que llevó al pueblo de la indiferencia al delirio, con valoración extrema al punto conseguido. Un tiro de gracia redentor para reactivar el entusiasmo perdido.
Que reanimó la admiración a su autor, hasta ese momento en mínimos por el reduccionismo en el elogio de quienes hoy lo ven como un estorbo, en irracional e injusta subvaloración a sus facultades. Como si no hubiera en él una gran historia. Tantas tonterías se dijeron.
Falcao, siempre Falcao, el goleador de casta en la selección nacional, próximo al cierre de su histórico ciclo futbolístico, en el que por sus goles adquirió etiqueta de leyenda.
De Falcao queda para siempre su liderazgo silencioso, alejado de ostentaciones, cercano a la potencia y la eficacia, con acciones de área que aclaran las tinieblas, para hacer bella la vida futbolera.
El gol que para muchos fue de suerte, o consecuencia del planteamiento inocuo del entrenador, quien, ante los escasez de recursos ofensivos, no tuvo alternativa distinta a la del barrio, la de tirar centros al área sin destino fijo, porque de cualquier manera llegaría el milagro. Y llegó, mientras los futbolistas derrochaban actitud que no se transmite desde el banco con explosiones irritadas, sino que es virtud del corazón.
Con Falcao se demuestra que “los viejos rockeros nunca mueren”. Que sus goles bombean combustible cuando llega la noche y el resultado se evapora. Que, en el camino largo y culebrero al mundial, un gol o un punto valen oro