Colombia se encuentra atrapada en una paradoja. Si bien el presidente Gustavo Petro llegó al poder con la promesa de cambio, impulsado por la polarización de los extremos, su Administración se ha volcado hacia la política de las controversias. La confianza pública se ha socavado, pues cada escándalo desestabiliza los cimientos de la democracia colombiana y la ciudadanía ve con preocupación los posibles casos de corrupción que se investigan.
Desde sus primeros días en el cargo, Petro se ha inclinado por redefinir los límites de su autoridad presidencialista, lo que ha provocado la desestabilización de las instituciones, que se encontraban ya bastante golpeadas. Pero la tendencia se agravó con la idea de convocar al Constituyente, lo que podría conducir a un cambio en la estructura y forma del Estado colombiano. La evidente ambición de acumular el poder público en órganos y organismos que dependen del presidente, fácilmente comprobable con el borrador de decreto que centralizaría las actividades de inteligencia y contrainteligencia, ha provocado los más feroces reproches de todos los sectores políticos.
Su retórica ha exacerbado divisiones incluso en la izquierda, y el gobierno insiste en presentar las críticas e investigaciones como ataques contra su política de cambio y, por extensión, contra el presidente, en su calidad de caudillo. Esta visión ha enrarecido el ambiente de confrontación populista, que no es exclusivo del Pacto Histórico.
La confianza inversionista en nuestra economía se ha desacelerado por esta situación, sin que el gobierno decida modificar el rumbo y enfocarse en las formas democráticas. El peso colombiano se ha vuelto a devaluar, mientras que la inversión en infraestructura de una Administración que se vendió como keynesiana no alcanza niveles óptimos de ejecución. Más alarmante aún es la instrumentalización de las movilizaciones populares para imponer su agenda, como si no estuviera ejerciendo el cargo. El presidente emplea los métodos guerrilleros para gobernar, pues —al igual que sucedió durante su alcaldía de Bogotá— ha demostrado ser un pésimo administrador.
En este juego de suma cero, los contrarios son vistos como opositores ilegítimos y enemigos de la patria. Al deslegitimar las instituciones democráticas, se ha alimentado la cultura del cinismo. Los escándalos de corrupción han disminuido la credibilidad moral de su Administración, que ahora queda demostrada como tradicional más allá del discurso. Es que todo puede decirse, pero solo puede juzgarse la acción. Su compromiso con el cambio y la transparencia, tan fácil de vociferar en las plazas públicas, requería un poco más de integridad y transparencia, y el primer paso era el nombramiento de gente proba para liderar las instituciones del país.
La gestión de Gustavo Petro ha probado entonces su inclinación por concentrar el poder, así como su incapacidad para fomentar un ambiente de deliberación y participación democrática. El populismo y el personalismo que adoptó en estos tiempos de crisis implican que Petro deba responder —no solo políticamente— por el desastre que estamos viviendo. Los años de «decrecimiento» no se recuperarán, pero este experimento petrista es una invitación a trabajar juntos por un futuro en el que no se sacrifique la república en el altar del autoritarismo pseudodemocrático.